Ahora que todavía te recuerdo.

Ahora que todavía te recuerdo.

Álvaro A. Y.

29/06/2017

Desde abajo me gritabas que no me alejara, que siguiera a tu lado, que no te abandonara. Han pasado casi setenta años y a mi vuelta aún me reconoces. ¡Cómo hemos cambiado! El brillo de tu azul de antaño se ha tornado en oscuridad del mismo modo que el de mis ojos se vislumbra ahora transparente. Las ágiles olas que recuerdo te recorrían apenas laten al ritmo de mi exhausto corazón. Incluso pareces pequeño y cansado. Te he echado tanto de menos mi mar.

Mi madre nos presentó en mis primeras vacaciones. “Aprendiste a caminar en la playa”, me decía siempre. Imagino tu suave piel acariciando mis diminutas plantas de los pies en los intentos por mantenerme erguido. En cada uno de mis tropiezos, sutilmente te adentrabas en la tierra para que tu fina espuma me cubriera durante la caída. Mamá también te quería; de hecho, descansa contigo.

Nuestra historia trascendió a la niñez. Cada verano nos encontrábamos aquí, en los acantilados. Yo lanzaba cantos rodados y tú hacías que saltaran una y otra vez sobre tu manto. Crecimos al son de cada verano y te convertiste en confidente. Era fácil desahogarse contigo; siempre me escuchabas; la generosidad de tu silencio. Admiro la capacidad que tenías de hacerme entrar en razón. Sin destino, subía a la barca y dejaba que me mecieras hasta las primeras estrellas. No nos despedíamos, al día siguiente a la misma hora volveríamos a vernos. Así hasta que septiembre, con su otoño y sus responsabilidades, dictaba que debía volver a Madrid.

Nuestra ruptura fue cruda. Estuve varias jornadas sin ir a verte y cuando por fin te expliqué el porqué de mi ausencia, no me comprendiste. No fuiste capaz de ver más allá de tu horizonte. Te enfadaste; quizá te pudieron los miedos o los celos; no sé. Fue por la mujer más bella; fue por Isabelle. Llegó hasta este pueblo pesquero desde París para pasar el mes de julio. La quise en cuanto la vi. Sus diminutas zancadas, una enlazada con la siguiente, eran un compás imposible. Tan solo su trenza, poseída por el viento, era capaz de ondear al mismo tempo. La ropa se pegaba a su virginal figura contorneando cada una de las curvas por las que después me deslizaría. Entre abedules descubrimos nuestras pieles por primera vez. Nos quedábamos desnudos entre la hierba muy cerca el uno del otro junto al río. Fue al escuchar la corriente que fluye a tu encuentro, cuando me acordé de ti.

Isabelle aún no te conocía. La noche antes de su partida os presenté. Quedó maravillada ante tu inmensidad. Tú ni te moviste. Te mantuviste manso. Parecías expectante. Pasamos esa noche los tres juntos hasta que ella tuvo que marcharse. Juramos volver a vernos, aunque en nuestro interior creímos con total seguridad que era un adiós definitivo. El tiempo se paró a la vez que todo debía volver a la normalidad.

Varias semanas después llegó una carta de París. Isabelle estaba embarazada. No dudé ni un instante y preparé el viaje a mi nueva vida… Se hizo de noche y te lo comuniqué. Llevaba la misiva para enseñártela. Te serviste del viento para arrebatarla de mis manos y engullirla entre tus olas. Te enfadaste. El cielo bramó y se oscureció de repente. Tu superficie se descompuso y los vaivenes de agua hacían gemir de dolor a la rígida piedra del acantilado. Tu furia se desató. Con cada golpe herías profundamente la pared rocosa que inmóvil aguantaba a duras penas cada una de tus embestidas. Sólo pude llorar. Quisiste atarme a ti. No debió haber sido un adiós, pero con tu reacción, los sentimientos que guardaba de nuestra vida juntos quedaron eclipsados por la noche en que no pudiste quererme tanto como para saber que debía hacer lo correcto. Maté las vacaciones para siempre.

Creé mi propia familia y juntos recorrimos el planeta. En cada ciudad costera siempre me escapaba para buscar algún alto desde donde contemplar los mares. Te tenía presente en cada viaje. Les preguntaba por ti, por si te conocían. Necesitaba saber si te encontrabas bien. Nunca supieron contestarme. He de confesar que no encontré ninguno como tú. Al conocer nuevos océanos, me agarraba a tus recuerdos. Sin moverme podía trasladarme a mi niñez, a nuestra niñez.

Sólo hoy, consumido por la vida, he reunido el valor para enfrentarme a nuestra historia. Es lo único que me queda: valor. Isabelle y mi hija murieron hace doce años. Cada día rememoro algún instante, su sonrisa, su voz… Aún sigo en pie por los recuerdos, pero poco a poco se van borrando. Al principio eran despistes cotidianos, olvidos entendibles a mi edad, pero los períodos en blanco abarcan cada vez más tiempo. Cuando el doctor pronunció la palabra, entendí que nada sería igual. Alzheimer.

Quiero aprovechar, ahora que todavía te recuerdo, para volver a nuestro asueto y vernos cara a cara. He querido reprocharte tantas cosas y odiarte por no acompañarme durante mis travesías. He intentado ser fuerte, seguir adelante, he podido acostumbrarme a vivir sin mis chicas, pero no podré hacerlo a vivir sin su memoria. Ellas han sido yo, del mismo modo que yo he sido ellas. Sólo con sus historias he podido entender la mía. Si me desprendo de las páginas que las componían, pierde sentido y lo pierdo yo con ella.

Querido mar, tú fuiste mi primer viaje. A tu lado conocí el amor. Miro tus olas desde lo alto y veo a mamá aplaudiendo mis pasos; observo tu espuma e Isabelle me saluda escondiendo su cuerpo desnudo mientras sostiene en sus brazos a nuestra pequeña; desde nuestro acantilado me fijo en tu horizonte y nos veo a ti y a mí…

Así debería ser mi final: contigo, mis recuerdos, el precipicio y un salto.

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