No fue hasta hace unos años cuando pude darme cuenta del por qué de esa fijación que tenía mi abuela por no permitir que nos acercásemos al pozo. Pero cuando descubrí el secreto que escondía, no pude menos que compadecerla.
Cuando a mi madre, siendo apenas una niña, se le ocurrió hacer aquella fotografía con su cámara recién estrenada, mi abuela, con la vista fija en el cubo, intentaba sujetar a mi abuelo para que no sacase más agua. Supongo que tenía miedo de que, junto a ese agua, apareciese también cabello, un ojo, un dedo…
Cuando mi abuela murió, viuda, encontramos entre sus pertenencias una carta dirigida a mi madre, escrita más de veinte años atrás.
“(…) Llevábamos ocho años casados cuando apareció ella. Ni siquiera se presentó. Dijo que necesitaba hablar con tu padre urgentemente… Cuando le dije que estaba trabajando, no me creyó… Comenzó a decir que estaba esperando un hijo suyo, que apenas le quedaban unos días para dar a luz. Que se amaban. Me quedé perpleja. Forcejeó conmigo hasta que entró en casa y avanzó hasta el patio. Y allí estabas tú, hija, intentando manejar tu nueva cámara de fotos, ¿recuerdas? Te mandé a la lechería, no podía permitir que supieses de los devaneos de tu padre… Me preguntó que quién eras, desconcertada por tu existencia. Al decirle que eras hija mía me recriminó que mentía, pareció volverse loca, diciendo que sólo ella podría darle un hijo a papá. Antes de que pudiese darme cuenta, estaba subida en el borde del pozo. Intenté ayudarla, lo juro… Pero se lanzó tan rápidamente que fue imposible detenerla. Comenzó a gritar pidiendo auxilio, y enseguida le lancé la soga para intentar sacarla de allí…
Pensé que no lo conseguiría… Cuando tiraba de ella me di cuenta de que sujetaba algo con una mano. ¡Era un bebé! Aquello me parecía imposible, ¡su tripa era falsa! Se había metido al recién nacido en una faja, pero al caer al agua tuvo que sacarlo de allí… De repente, cuando apenas quedaban unos centímetros para llegar arriba, el bebé se cayó estrepitosamente de sus brazos… Quiso recuperarlo, pero ya estaba demasiado arriba y demasiado cansada, y hasta yo misma le dije que si bajaba no me veía con fuerzas de volverla a subir… Fue el momento más duro de mi vida. La mujer salió de casa corriendo, envuelta en una mezcla de desesperación e ira. Jamás volví a verla, no pude saber por qué escondía a su hijo. Nunca me atreví a contárselo a tu padre, quizás por miedo a saber si lo que decía aquella mujer era cierto (…)”.
Hace unos meses restauramos la vieja casa de mis abuelos. Una de las primeras cosas que hicimos fue demoler el pozo, de agua estancada y corrompida. Mientras los albañiles tiraban allí los escombros para, finalmente, tapar con hormigón lo que en su día fue el emblema de la casa, en mi cabeza sólo resonaba el llanto ahogado de un recién nacido.
FIN
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