Según cuenta una antigua leyenda, el rey indio Shirham le preguntó al gran visir Sissa qué recompensa quería como premio por haber inventado el juego del ajedrez.

Sissa respondió lo siguiente: “Majestad, sería feliz si usted me concediera un grano de arroz colocado en la primera casilla del tablero de ajedrez, y dos granos en la segunda casilla, y cuatro granos en la tercera, y ocho en la cuarta, y dieciséis en la quinta…, y así sucesivamente para las sesenta y cuatro casillas.

—¿Y eso es todo lo que quieres, Sissa…? ¿Estás loco? — Gritó el rey, asombrado.

 

 Hace ya mucho tiempo, me contó mi padre que cuando él era pequeño, en su colegio había un profesor que les hablaba del cielo y del infierno; y que este profesor les decía que las personas que en vida se habían portado mal, o que habían pecado, cuando morían iban al infierno…, y que además, lo hacían para toda la eternidad…, y que la eternidad era algo pavoroso, e inimaginable… Y dice mi padre, que mientras el profesor les contaba estas historias terribles, él miraba al cielo, intentando imaginar cómo sería, y cómo funcionaban los ángeles, y las nubes. Y mientras miraba al cielo intentaba comprender cómo había comenzado todo; cómo había comenzado el mundo…, y cómo habíamos llegado a saber lo pequeño y lo frágil que es.

Cuando mi padre miraba al cielo, o cuando soñaba que lo hacía, imaginaba que la eternidad sería algo parecido a la suma de todas las partículas que formaban las estrellas del universo. Otras veces, cuando miraba al suelo o cuando soñaba que lo hacía; eran los números infinitos y eternos, como “Pi”, o el número áureo, los que ocupaban sus pensamientos…, y así se distraía, por ejemplo, calculando los granos de arroz que aquel rey indio tuvo que entregar al inventor de su juego preferido; llegando a la conclusión de que sería una cantidad tan desorbitada (18.446.744.073.709.551.615), que harían falta dos mil millones de vagones de tren para almacenar los doscientos kilómetros cúbicos de granos de arroz en un tren que diese mil vueltas completas a la Tierra.

Mi padre también me decía que en lugar de estar mirando siempre al suelo, él prefería mirar a las alturas. Mejor cuanto más alto, mucho mejor. Y que si incluso así no era capaz de perderse en el infinito, o en las nubes; y tan sólo se encontraba en su camino con ángeles terribles, entonces volvía a recordar aquella historia que hacía tanto tiempo les contara su maestro: “imaginaos que la eternidad –eso les contaba–, es algo así como si una hormiga echase a andar sobre la superficie de la Tierra, dando vueltas y más vueltas hasta hacer un gran surco en ella; hasta partirla en dos; e incluso después, seguir caminando y caminando hasta gastarla por completo. Pues bien, todo el tiempo transcurrido en ese esfuerzo, todo ese tiempo…, no sería nada comparado con toda una eternidad…, condenado en el infierno».

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