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En el verano, a escoger: piano o coro. No como otros con mamá, que van todos a la playa. Papá trabaja y la abuela no puede sola con nosotros, como si fuéramos unas cabras locas. Ojala estuviera mamá, pero dicen que “al final descansó”; pero ¿cansada de qué? Yo soy pequeña y Tomás nunca ha sido de dar guerra, siempre sonriente y callado, sólo cuando canta se le escucha por más rato la voz, él siempre diciendo que sí a todo. Así que es verano: coro o piano.

Yo, piano con la Señorita Elisa y Tomás, coro; su maestro, el nuevo cura de Nuestra Señora de Atocha. Antes de salir de casa la abuela se detiene en el umbral, da media vuelta hacia su habitación…:“¡Se me olvidaba!”- dice mientras  regresa con ellas en la mano y nos pone una a cada uno colgando del pecho, medallitas de la Virgen-. Llegamos a la iglesia, “no me gusta el olor a incienso”,“ay Lola, no empieces”,  “y ese santo niño que está sentado ¿por qué tiene los zapatos tan viejos si no camina?” Un tirón de brazo es la orden de silencio.  Tomi se queda con la sonrisa pintada y nos despide, una mano de cura escoge su cabeza y la toma como un melón.

Llevamos una semana con la peor rutina de todas, la del verano; y la sonrisa de Tomás se está desdibujando. Hoy una  expresión ausente nos espera en las escaleras de la iglesia. La abuela pregunta: “Tomás, ¿qué tienes, Tomi, dime…?”  Nada.

Llegando a casa la abuela saca una cajita blanca y le quita a mi hermano la medalla del cuello, después lo abraza fuerte, fuerte; yo me cuelo en medio de ellos y siento dos gotas en la cabeza, quizá más.

La abuela avisa que no volveremos a la iglesia pero rezaremos juntos una vez al día. Esa noche pensé: que no se canse Tomás como se cansó mi mamá  y me quede yo sola con papá y la abuela.

Se me cumplió a medias, porque mi hermano no murió del todo, pero ya nunca volvió a cantar. Sonreía poco. Una novia lo acompañó a mi boda, pero sus ojos me dijeron que su amor no tenía pareja. A veces cuando lo veía a lo lejos, me parecía un árbol de la vida que crece solitario sin hijos para prolongar la suya.

Los fines de semana venía a casa, había adoptado un sillón cerca del jardín. El Tío Tomás no quiso ser padrino, pero mi marido le decía compadre para no llamarlo cuñado, que suena más fortuito. Hasta mis hijos cuando eran pequeños, entendieron que su silencio era el más amoroso que conocimos.

 Hoy regreso del cementerio buscando algo de mi hermano; encuentro esta foto que me lleva de pronto a ese olor a incienso y al misterio del niño sentado con zapatos viejos en la iglesia de Nuestra Señora de Atocha.

 FIN

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