Con su bastón en la mano, la mirada perdida y Gregoria siempre a su vera, Venancio, observa tranquilo cómo pasan los días, a la espera de su turno.

Apura tranquilo su cigarro de tabaco verde, cosechado junto a las habichuelas, y tomates.

El ciclo se completó, lo que produjo la tierra: hortalizas, pinocha… fue a parar a la casa o a los animales. Lo que no sirvió para comer, lo utilizó su mujer para tejer, y lo que no valió ya para nada, fue a parar a la lumbre. La tierra reclamó lo que surgió de ella. Fue un préstamo a corto plazo, como lo es la vida de las personas.

Venancio Hungría nació en 1898, asfixiado, por lo que, tras darle por muerto, hubo que llamar a la curandera, quien le metió la cabeza de una gallina viva por la boca, intentando al momento, estrangularla. El rebullir del animal queriendo aletear, mandó respiración a la criatura y se reanimó.

Desde su aldea, se oían los lamentos de Venancio al amanecer. Su madre, justificaba sus rarezas por el dolor agudísimo de cabeza que padecía hasta casi la locura. Fueron su madre y la abuela Inés quienes con un remedio que ya utilizaron los romanos curaron para siempre esta dolencia. Cogieron un pichón vivo, lo abrieron por la pechuga y, con plumas y todo, se lo pusieron en la frente, hasta que con sus movimientos, arrastró el dolor hacia sí.

El año de 1921, fue llamado a la guerra del Rif, en un secarral baldío al amparo de la deshidratación, el calor y los piojos.

—Venancio, lleva este parte al puesto que hay detrás de aquellas colinas— Le ordenaban. Y él, sin pensárselo dos veces, corría por el árido campo con sus desgastadas alpargatas, entre los silbidos de las balas enemigas. Algún suboficial aprovechaba el momento para jugarse algunos cuartos a su costa. ¿Volvería o no sano y salvo? Venancio Hungría siempre volvía.

Pasó el terrible verano de 1921 en la posición de Igueriben, donde la sed, los torturó hasta el punto de tener que beber sus orines. Recompuesto ante la posterior ofensiva rifeña, logró huir a Melilla y milagrosamente desde allí, volvió a su tierra. Nunca habló de aquello, aunque todos en el pueblo y las aldeas sabían que tuvo delante al mismísimo Abdel Krim al-Khattabi.

Conoció a Gregoria, la que sería su mujer, en la recogida de la aceituna. Aprovechó ese mismo día, que acabaron el trabajo cayendo la tarde, y se la llevó al monte. En un cibanto, le subió las faldas y la hizo suya.

  La huida de sus hijos a la ciudad fue algo tan natural como cuando de la panocha, el grano de maíz va a la despensa, la hoja acaba trenzada en la cesta, el zuro hierve en el agua para sanar heridas o tapona la calabaza seca. Pero la tierra, la tierra nos puede. La tierra nos reclama. Es nuestra madre. Morimos y ella nos traga. Sólo la tierra permanece.

Fin

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