El ser dos no es ser uno

El ser dos no es ser uno

Un  dia de otoño, mi madre, la comadrona y todo el quirófano quedaron con los ojos como platos al comprobar que llegaban dos niñas en vez de un ser para ver la luz del mundo.

Todos corrían junto a los empapadores, gasas y lazos de colores porque aquel imprevisto era un mal que tenia que ser solucionable con la ayuda de todos.

Solo había un nombre, un gorrito, un pañal, unos patucos y una cuna.

La resolución de la comadrona puso a mi madre en un brete atontada entre la anestesia y el susto ya que la pobre ni podia tragar ni articular sílaba comprensible. Casi se tira de la camilla.

Pues nada, dos, dos bocas que alimentar y un sólo kit de acompañamiento lleno de ropa que iba a ser multiplicada para atender las caquitas, las babitas, los estornudos y los baños.

Entre dos mantas nos envolvieron y arrebujaditas nos sacaron de allí porque llovía y pesábamos el doble que lo previsto. 

-Están incomodísimas las pobres ahí compartiendo un cuco de recién nacido-. Ninguno se enteraba quien lloraba y lo mismo ponían un chupete a una que se lo arrancaban para la otra. 

Los primeros días fueron un descalabro de biberones, porque no se enteraban a quien se lo daban hasta que la solución fue sacar a la comida del cuco y seguir con la otra que esperaba su ración.

Bien, volvió  a decir mi abuela, esto se arregla con unos pendientes de colores. Una azul, otra rosa. 

Aquellos pendientes se iban perdiendo en el trajín de ahora la coges tu, ahora la suelto yo, hay que cambiar el pañal o hay de bañar y dar colonia. 

Fuimos creciendo divertidas de las confusiones que todos tenían sobre quien era quien, y jugábamos a compartir quien se iba a llevar la culpa de las fechorías que hacíamos amparadas en el anonimato ya que nos hicimos unas actrices del disimulo, del yo no he sido: ha sido ella. Los pendientes no sacaban del apuro a la familia que al final no se acordaba quien llevaba los  azules y quien los rosas.

Mi tita nos conocía por los andares, por detrás. Decía que una movía el culete de forma diferente que la otra y claro eso nunca lo pudimos solucionar porque era dificilisimo el imitar un bailoteo posterior ya que siempre íbamos a la par.

Fuimos creciendo y haciendo maldades conjuntas. Una pensaba y la otra ejecutaba… era bien divertido dejar a nuestra madre con la duda de si hacia bien o mal en regañarnos. Así que, o nos librábamos o  teníamos un ejemplarizante castigo como aquel de: «hoy no te disfrazas niña» 

Eramos muy dadas a coger ropa y vestirnos de princesas, y lo mismo nos valían las sábanas, tacones, pañuelos, para inventar historias de castillos y reinventar una de dulce para ser las protagonistas absolutas de un cuento en la que cada una quería ser la elegida por el príncipe azul y hacerle una comidita de chuparse los dedos.

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