La discusión de Iván con Marta fue el detonante y a ello se añadía la presión de Marcelo, su agente literario, que no dejaba de insistirle sobre el final de la novela histórica. Iván meditó la última conversación con él y llegó a la conclusión de que tenía que dar pasos decisivos para salir de aquel bloqueo. Así, se inscribió en el taller literario colaborativo que le había recomendado Marcelo para experimentar otras vías.
Aquel viernes, mientras aparcaba junto a otros coches, supuso que no era el último. La fachada del edificio mostraba la leyenda “Colegio Público …”. Su puerta estaba abierta. Parecía que el taller se desarrollaría en aquella sala iluminada al fondo del pasillo, y hacia ella se dirigió. Asomó la cabeza y preguntó – ¡Buenas noches! – y no obtuvo respuesta. Al traspasar el umbral se fijó en el desorden de los pupitres y sillas y en un ordenador encendido sobre la mesa del maestro. Esperó unos instantes y, asomándose fuera, repitió el saludo – ¿Hay alguien? Al oír un portazo y rumores que procedían de la planta superior, optó por esperar dentro. Las persianas de los grandes ventanales trataban de tapar las roturas de los cristales. La única iluminación era la de unos fluorescentes sobre la mesa del maestro. De vez en cuando, alguno del fondo parpadeaba con un ruido molesto.
Transcurría el tiempo sin señales de vida, hasta que volvió a oír, a los pocos minutos, pasos y movimientos de muebles. El aire que se filtraba por las ventanas le recordaba lejanos aullidos. El movimiento nervioso de sus piernas no cesaba. Decidió levantarse al descubrir los programas del curso al lado del ordenador. Cogió uno. Se han gastado una pasta – pensó, mientras recordaba las palabras de Marcelo: Internet, últimamente, para muchos escritores, se ha convertido en una imprescindible fuente de inspiración. De pie, junto a la mesa, se entretuvo con las instrucciones: “En el ordenador se halla el inicio del relato. Cada participante debe dar continuidad a lo desarrollado, para conseguir un desenlace coherente con el tema presentado”.
Dirigió su mirada a la pantalla del ordenador. Bajo el título “Juego de rol”, leyó: “Un lunes aparece asesinada una joven en su casa, atada a una silla. Los vecinos han soportado el viernes por la noche el volumen alto de música que procedía de su vivienda. Es soltera y no se le conoce pareja sentimental. En la habitación, donde se hallaba el cadáver, había un ordenador y unas cuerdas, que podrían estar relacionadas con un juego sadomasoquista”. El tema es poco original – caviló Iván, relativizando el valor de la práctica. Siguió con la lectura del programa, que indicaba que los cursillistas no podrían tener contacto físico ni visual entre ellos y estarían aislados, cada uno en una sala, esperando su turno. El procedimiento consistía en redactar tres textos por participante, en tres rondas, y para ello se contaba con un máximo de 10 minutos, tras cuyo plazo se debería abandonar el aula y dirigirse al lugar designado, para esperar la siguiente ronda. Las tandas se avisarían con un timbre.
Iván miró su reloj y empezó a impacientarse. Ya pasaban quince minutos desde la hora fijada en la convocatoria y nadie aparecía. Se revolvió en la silla y continuó con la lectura del programa: la actividad duraría unas dos horas; tras la finalización, un mensaje al móvil, les indicaría que podrían marchar. Parece que está bien organizada, menos la atención personal – murmuró, dirigiéndose a un interlocutor invisible. Sonrió al leer la nota final: “En tu mano está elegir un papel adecuado en el desarrollo de la trama. Suerte”. Quiso localizar su lugar de encierro que, según el plano, estaba enfrente, pero, de repente, oyó un chirriante timbrazo. Salió del aula por si aparecía alguien. Al no ver a nadie, recordó que en la lista figuraba que él iniciaba la redacción. Volvió a entrar y se sentó ante el ordenador. Leyó atentamente el documento abierto: “La prensa recogía en su portada la principal noticia del día: Otra víctima de género. Margarita Sánchez, de treinta y dos años, ha sido brutalmente asesinada el pasado fin de semana. Se sospecha de un joven que ha mantenido con ella relaciones sentimentales durante seis meses…”. Iván sintió decepción con ese comienzo. No obstante, se dejó llevar. Eligió el papel de comisario de policía encargado de encontrar al asesino. A medida que escribía se sentía cómodo con la historia, hasta que el timbre le sobresaltó. Su turno había acabado. Se dirigió a la sala de espera. Al cerrar la puerta percibió pisadas, que no eran de una sola persona, y que arrastraban algo por el pasillo.
En la segunda tanda quiso corregir un texto que no se ceñía a lo escrito anteriormente, pero el cursor no le dejaba actuar con libertad. Sospechaba que alguien vigilaba el respeto de las reglas a través de un control remoto. Incluso tenía la sensación de que la webcam del ordenador también operaba en un segundo plano. Hizo una pausa para que su cerebro se relajase. Le parecía que estaba a punto de traspasar una línea roja imperceptible. Decidió abandonar esas divagaciones y continuar con la escritura. Su mirada iba de vez en cuando hacia el techo. Oía ruidos extraños en el piso de arriba, que le sugerían pasos y voces, como el agua corriendo por las cañerías. Sacudió la cabeza y pensó que aquello no sucedía en la realidad. El reloj de la pantalla le indicaba que el tiempo de su turno se agotaba. ¡Joder el ruido que hace! – se sobresaltó con el chirriante timbrazo.
Al llegar a la puerta de su sala se entretuvo al percibir murmullos, y estuvo a punto de ver a alguien que retrocedió rápidamente para meterse en un recinto cerca de la salida. Iván, sorprendido, entró en el suyo. Repasaba la historia escrita hasta el momento. El relato, por ahora, – pensaba – parece coherente, a pesar de los retoques que algún intruso ha hecho. Pero no sé si voy a sacar algo positivo de todo esto.
Una señal anunciaba su último turno.
Sentado ante el ordenador, observó con sorpresa que el documento había desaparecido. Le pareció extraño y quiso buscarlo, pero el ratón se lo impedía. Al instante, vio que en la pantalla empezaba a redactarse de manera autónoma lo siguiente: “M i nombre es Iván Márquez…”. Se dijo – ¿Qué está sucediendo? La redacción avanzaba: “Quiero dejar constancia de que Marta ha saldado todas sus deudas. Estamos en paz. Que descanse en el infierno”.
Empezó a deslizar nerviosamente el cursor de un lado para otro para ponerlo encima del texto. Golpeaba nerviosamente el ratón y pulsaba, insistentemente, las teclas de borrar, la de salir, todas a la vez, pero no había respuesta. Finalmente, intentó, sin éxito, apagar el ordenador. Eso empezaba a tener mala pinta o era una broma pesada. Se levantó precipitadamente y optó por abandonar el edificio.
Antes de salir, se asomó al pasillo. Ahora, de una de las clases salía luz por su puerta entreabierta. Con paso decidido, mientras oía carreras en el piso superior, se dirigió con rapidez hacia la salida. Al pasar por delante del aula iluminada, mientras caminaba con pasos acelerados, creyó reconocer fugazmente en el centro de la sala, sin mobiliario, la espalda de una mujer. Estaba inmovilizada con cinta americana en una silla. Su cuerpo estaba desnudo y la cabeza caía sobre el pecho. No quiso observar nada más.
Salió corriendo del edificio. Las piernas no le respondían con acierto y tropezaba a medida que avanzaba por el amplio patio. Al llegar a pocos metros de la verja, jadeante, se giró para ver si alguien le seguía, y le pareció ver en una ventana de la planta baja a Marcelo, acompañado por dos hombres, que observaba cómo huía. Hay algo que no encaja – un pensamiento fugaz cruzó su mente. No entendía lo sucedido y, simultáneamente, todo empezaba a cobrar sentido. Un sudor frío se apoderaba de su cuerpo. Aquello no había sido un juego. Cerró la verja y aceleró el paso hacia su coche.
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