María observaba a sus vecinos desde el asiento trasero del coche de sus padres. Había elegido para la cena su vestido negro de punto con el escote de pico. Era más discreto de lo que a ella le gustaría, pero un regalo es un regalo. Para añadir su toque personal al conjunto había elegido un cinturón muy fino con detalles blancos y plateados, que además de estilizar su figura, combinaba a la perfección con los auriculares que siempre la acompañaban durante los desplazamientos urbanos. La frente le rebotaba sobre el cristal de la puerta mientras pensaba lo curioso que era ver la ciudad como ahora la estaba viendo. «Tenías razón, parece que todos están bailando flamenco».

Durante la noche anterior, Javi le había estado insistiendo una y otra vez para que en su próximo paseo por la ciudad, en vez de escuchar la música de siempre, le diera una oportunidad, como decía él, al más grande, a Paco de Lucía. María todavía no había aprendido a decirle que no, así que añadió un álbum entero en el reproductor del móvil. Siempre la convencía con aquella sonrisa contagiosa y con el acento del sur que tanto le gustaba. Todavía recordaba las palabras que le dijo cuando se despidieron

Niña, harme caso, si escuchas a Paco por la calle parece que la gente con la que te cruzas empieza a bailá. 

«Este Javi siempre lo consigue —pensó—. Siempre me ayuda a ver las cosas de otra manera» Javi era su… bueno, no sabía muy bien cómo etiquetarlo. A pesar de que estaba acostumbrada a usar e inventarse infinidad de adjetivos para los relatos que escribía en su blog personal, le costaba mucho trabajo encontrar una palabra que describiera exactamente la relación que tenían. Lo único que se le ocurría es que era su muy amigo, o al menos eso es lo que ella acababa repitiéndole entre risas cada vez que se besaban.

—Ya hemos llegado, cariño. ¡Te va a encantar! 

El grito de emoción que acababa de dar su madre interrumpió sus pensamientos. Ya habían llegado al restaurante, así que se quitó los auriculares, bloqueó el teléfono y respondió con la mejor sonrisa que pudo improvisar. 

— Pues sí que es bonito, es fantástico, me gusta mucho. —se obligo a exagerar—.

Su madre llevaba meses preparando este día; estaba estrenando vestido, había ido a la peluquería, y llevaba unas semanas con un tratamiento anti-edad en el centro de estética de la tía Julia. Ya desde antes de los exámenes finales, había reservado mesa en el mejor restaurante de la ciudad para celebrar por todo lo alto la graduación de su hija en la universidad. Estaba entusiasmada.

María pensaba que su madre exageraba, y se sentía mal por pensarlo. Lo había analizado muchísimas veces, y había llegado a la conclusión de que su licenciatura le servía a su madre para quitarse una gran presión de encima, aunque ni siquiera fuera consciente de ello. Significaba que había completado lo que se supone que una madre debe hacer por su hija. Había cumplido como madre.

«Pero no entiendo por qué ha dejado de escucharme. Para mi este no es el final de una relación madre-hija, es el principio—este pensamiento la martirizaba constantemente—he hecho hasta ahora todo lo que se esperaba de mi, pero no soy feliz y nadie me entiende, ni si quiera mi madre»

— ¿Qué van a tomar para beber? —les preguntó el maître, —Si me lo permiten, les recomiendo este fantástico vino tinto de nuestras propias bodegas, elaborados con uvas Syrah, tempranillo y uva tinta del país, envejecido durante 3 años en botas de roble americano.

— ¡Perfecto! —respondió su padre.— Tráiganos esa botella, que estamos de celebración. Nuestra niña María ya es Maestra.

«Querrás decir que he terminado la carrera —pensó.—de ahí a que sea maestra todavía queda» Pero ocultó sus pensamientos y dirigió una dulce sonrisa hacia su padre y el camarero.

Admiraba a su padre. Se quedó observándolo mientras no paraban de llegar a la mesa platos con nombres muy enigmáticos, que sonaban a muy ricos, pero también, a que no podían permitírselos. Pero por lo visto, hoy daba igual. Estaba tan entusiasmado contando sus historietas y anécdotas del taller, hablando de aquel hombre que apareció un día con un Porshe para que se lo arreglara, que no dejaba hablar a nadie más. Siempre lo hacía cuando estaba de buen humor, pero había pasado mucho tiempo desde la última vez que ese buen humor procedía de algo que hubiese hecho ella y ese detalle le ponía las cosas más difíciles todavía. «Cómo voy a decirle ahora a mi padre que no tengo ganas de celebrar nada, que me gustaría hablar de otras cosas; de mis preocupaciones, de mi futuro. —notaba cómo con cada pensamiento se le aceleraba el corazón, y cómo un golpe de calor le recorría todo el cuerpo para acabar coloreándole la cara—. Nunca va a haber un buen momento para estas conversaciones, y cuanto más tarde más difícil se me hará, voy a hablar con ellos, son mis padres —por un instante se sintió liberada—. Pero es que no me sale…»

— Me siento sola. Se atrevió a iniciar una conversación—.

No sabía cómo pero lo había hecho. Al instante, se arrepintió. Sabía que sus padres podrían molestarse. Los segundos hasta obtener una respuesta se le hicieron más largos que una clase a última hora del viernes.

— ¡María! Estoy aquí para eso. ¿Por qué lo dices? Qué te pasa?

La calidez que recibió en esa breve respuesta estuvo a punto de conseguir que se le saltaran las lágrimas. Era la respuesta que necesitaba. Quería desahogarse, aunque no sabía muy bien por donde empezar. 

— Quiero escribir. Siempre lo he querido y no quiero otra cosa —confesó—.

— ¿Cómo? 

Era la primera vez que tenía esta conversación con alguien que no fuera ella misma. Era muy duro de admitir, pero no estaba contenta con su vida. No era cuestión de un berrinche, eso seguro, María llevaba más de un año analizando su situación, incluso hizo una de sus famosas listas de pros y contras para tomar la decisión, pero cuando descubrió que se le ocurrían más del doble de contras que de pros, y que aún así no se decidía, lo comprendió todo.

— Que quiero ser escritora, —aclaró—. y no maestra. 

No quería enseñar matemáticas, quería enseñar su mundo, quería escribir cada imagen que tenía en la cabeza. Pero tenía miedo. «¿Una persona puede vivir de lo que escribe o es un simple hobby?». Ese era el pensamiento que le abordaba cada mañana y el que le acompañaba cada noche antes de dormir. Estaba cansada de ver en su muro cientos de mensajes positivos en pro de perseguir sueños, que contra todo pronóstico la ponían triste. Se sentía confundida porque la mayoría de las personas que decían seguir sus sueños trabajan en otra cosa, y los que persiguen sueños a jornada completa, se quedan sin trabajo y sin sueños.

— Pero me da vértigo —continuó María—. Supongo que esto es hacerse mayor de verdad. Antes la vida era más fácil, cualquier problema podía hablarlo con mis padres y ellos me ayudaban, pero ahora siento que tenemos perspectivas tan diferentes que dudo que me entiendan. Además están tan felices…

Un fuerte golpe sobre la mesa la devolvió a la realidad. María levantó la mirada del teléfono y se dio cuenta de que su padre la miraba furioso mientras empezaba a recriminarle.

— Deja el puto móvil de una vez. Todo el día igual, callada como una tonta. ¡Ese aparato te vuelve imbécil, no te deja pensar!

Sus dedos nerviosos, torpes y temblorosos solo acertaron con tres letras a modo de despedida. 

—T Q M. —y añadió un icono sonriente para intentar que Javi no se diera cuenta de las lágrimas que realmente le asomaban por la mejilla.

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