Margarita era una gran lectora. Su mesita de luz estaba siempre cubierta de libros que se renovaban con frecuencia. Tenía por costumbre leer de a dos o tres libros a la vez. Los cuentos cortos y las novelas de carácter histórico eran su pasión. También había en la casa varias versiones de diccionarios de la lengua española y enciclopedias de los más variados temas. Estos libros eran consultados con gran asiduidad. Ante la menor duda, – ¿cómo se escribe tal palabra?- o -¿en qué año nació Borges?-, surgía la urgente compulsión de aclararla, y allí estaban los diccionarios y las enciclopedias para hacerlo.
Margarita a los cincuenta años todavía mantenía en su mirada un brillo juvenil. Nunca se ocupó de cuidar su cuerpo, era delgada, de cabello claro y lacio, algo desgarbada al caminar. No se casó, ni tuvo hijos, pero como bien dice el refrán “a quien Dios no le da hijos, el Diablo le da sobrinos”, contaba con los hijos de su hermana para cumplir con el adagio. Desde joven cultivaba con placer su gusto por la lectura. Sus sobrinos admiraban su adoración por los libros. Sabían de antemano en cada cumpleaños, navidad, reyes u otro acontecimiento similar, que el presente que recibirían de la tía Margarita, sería un libro.
Todo cambió con la llegada de la notebook a su casa, regalo de sus queridos sobrinos.
La primera preocupación fue asignarle un lugar. Con la aprobación de la familia quedó instalada en el mismísimo centro del escritorio. Le dijeron que para aprender a manejarla nada mejor que -¡usarla… usarla… y usarla a diario!-
– ¿Y, si presiono una tecla equivocada y borro algo importante? -, preguntaba con temor.
– ¡No te preocupes, no pasa nada!-, contestaban los sobrinos sonriendo.
Lentamente fue perdiendo el miedo y se acopló a la máquina. Con el paso del tiempo iba descubriendo virtudes de la tecnología informática que había llegado a su casa.
Descubrió que podía, con la sola instalación de distintos programas, leer todos los libros que quisiera. Escribir y borrar, sin lápices ni gomas. Aclarar dudas nada más que haciendo una pregunta en voz alta. – ¡Sí, esa máquina sabía escuchar y contestar al instante! -. Podía hacer las compras del super eligiendo los productos en las góndolas virtuales. Podía saludar y ver a sus sobrinos a través de la camarita incorporada. Podía estar conectada con el mundo permanentemente. Podía leer el diario, ver programas de TV o películas. Podía estar al día de las últimas novedades. Podía hacer todo lo que quisiera sin moverse de su casa.
Margarita pasaba cada vez más horas sola, sentada al frente de su notebook. Había engordado un poco, su cabello lucía más ralo, su espalda más corva, sus ojos, enrojecidos por la continua exposición a la luz de la pantalla, habían perdido su brillo. Los diccionarios y las enciclopedias fueron llevados al cuarto de trastos viejos. Su mesa de luz se vació de libros.
Cierto día, mientras esperaba la consabida conexión a internet, vio que la pantalla de la notebook había comenzado a titilar. Aparecían recuadros con mensajes que no llegaba a leer porque eran reemplazados, en forma vertiginosa, por otros. Empezó entonces a tocar alternativamente uno y otro botón en el teclado, después casi todos simultáneamente. La danza de carteles no cesaba. No entendía que estaba ocurriendo. Recordaba haber actualizado todos los antivirus el día anterior. Empezó a sentir nauseas, la cabeza le daba vueltas, los ojos se le obnubilaban, las piernas y las manos se agitaban con un temblor fino y doloroso. Quiso incorporarse pero no pudo, no lograba sacar su mirada de la pantalla ni sus manos del teclado. Una sensación de angustia le oprimía la garganta, se asfixiaba. Definitivamente la tecnología la había atrapado con hilos invisibles en su trama de internet. La succionaba hacia la web. Sentía y veía su cuerpo desvanecerse hasta desaparecer.
Finalmente la pantalla de la notebook quedó fija indicando que comenzaba la sesión, pero Margarita ya no estaba.
La tecnología informática había llegado y se quedaría para siempre.
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