La calle empedrada soportaba las pisadas de unos viandantes que ya no dirigían su mirada a la realidad, sino, más bien, a un singular artilugio táctil al que trataban con extrema delicadeza y que sujetaban con una de sus manos. No importaba que se fuera acompañado, o en soledad. Siempre ocupaban diestra o siniestra en agarrar el espécimen tecnológico y evadirse, tal vez, de un entorno que ya no les era propicio.

La casualidad ya difícilmente existía en este «micromundo» donde para localizar a una persona ya no era necesario acudir a su lar, o preguntar a sus allegados. Solo había que manipular el artefacto: de inmediato daríamos con él o con ella. Todo se prestaba sencillo, sin complicaciones. Incluso, en cualquier momento, podríamos plasmar la imagen de lo que viéramos o presenciásemos mediante el uso de esta tecnología al alcance de todos. Recordemos que una imagen vale más que mil palabras, lo cual, en este caso, me apesadumbraba.

Por si no fuera suficiente, en todo lar contábamos con una computadora. Un «espécimen» previo al celular -del que ya hemos hablado- y que ahora nos dotaba de la posibilidad de interaccionar con cualquier otro individuo mediante algo llamado internet, sin olvidar a sus «ediciones» en Portátil o en Tablet. <<Es cosa mía, o esto multiplica, además de las soluciones, los problemas…>>

Mi estado de ánimo se hizo depender sobremanera de estas nuevas tecnologías. De ahí que las odiase. Al menos, caí en la cuenta con prontitud. Me apliqué una «pena», es decir, me comprometí a no utilizar durante una semana chisme tecnológico alguno. La experiencia fue funesta, pero sobreviví.

No obstante, ahora veo de otro modo esa calle empedrada que frecuento al salir de casa, con todas aquellas decenas de individuos que revisan una y otra vez su celular a la espera de «algo». Y siempre recibo un mismo mensaje a través de mi Smartphone por parte de aquel ser especial: «Estoy contigo.». 

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