LA CESOTINGINOLA

No  veía yo  a Carolina desde  aquel dos de enero del  setenta y seis. Ese día, Caro me había dicho que se iba a vivir con Juan al campo, estaba embarazada y era mejor no levantar la perdiz en el pueblo. Y  se fue  hacia allá nomás.  Con su panza apenas redondeada sin despedirse de nadie.

Los primeros días de clase la extrañábamos, así que  una vez por semana le escribíamos alguna carta que Marisa  despachaba en el correo.  Pero nunca respondió. Nosotras preparábamos el viaje de egresadas, el baile de fin de curso, viajábamos a Buenos Aires y a La Plata  para averiguar  sobre el ansiado ingreso a la Universidad y, con tantos planes y proyectos nuevos nos fuimos olvidando de Caro. Q

uizá a veces en la vida,  priorizamos lo novedoso en detrimento de lo que es también importante.

El año pasado después de treinta y siete años  logramos reunirnos casi todas las egresadas. Éramos veintiséis y  sólo dos permanecían en el pueblo. El resto nos trasladamos allá desde los diferentes sitios donde vivíamos.

Ninguna había tenido  noticias de Caro. Nunca. Y comenzamos a recordarla.

–Busquemos en San Google,  ahí tiene que estar, con ese apellido  imposible que haya una homónima –Dijo Laura y se  conectó con su iPhone.

–No  che,  no está.

–¡Ya sé! Escribamos en Google sus posibles  emails y  la vamos a encontrar –Gritó desde la punta de la mesa Gladys y  activó su BlackBerry,  ensimismada.

–Uh Google me dice que  no se encuentran resultados con carolinacesotinginola@

–¿No estará en Facebook?  Preguntó indecisa Virginia.

–No Vir, aterrizá,  si en Google no figura, no está en ningún lado.

–Busquemos  en telexplorer su número de teléfono. Bueh, si es que el teléfono lo tiene a  su nombre. ¿Alguien se acuerda el apellido de Juan? – Siguió Maite.

Lo intentamos de todas las formas posibles durante la cena  pero no pudimos  saber nada. Como si la hubiera tragado la tierra.

Al fin, después de conversaciones diversas y varios brindis nos despedimos  prometiéndonos un  próximo encuentro.

Fui  al Hotel reservado pero el silencio del  entorno logró que no conciliara el sueño. Busqué a Caro  en la guía telefónica y  nada.  Salí de la habitación.  Al verme, el hombre a cargo de la recepción  me preguntó si necesitaba algo. Le dije que no. En veinte minutos, Roberto, así se presentó, con ansias de comunicarse,  me había relatado  gran parte de su vida.

La conversación se extendió y  quiso la noche, que él, sí supiera dónde podía ubicar a Carolina.  Abrió su agenda personal en la letra C y sonrió. Tipeó frente al monitor y Eureka! Tenía al fin  los datos de Caro.  Impreso su nombre  en mayúscula, como era ella; y su dirección actual, como el recuerdo que  me brotó de aquel dos de enero.

–La encuentra ahí siempre.  Si va en coche y sale temprano, en  una hora llega. De acá son cincuenta  kilómetros.

Imprimió otra hoja  y me  entregó  la referencia del  google maps.

A las nueve, ya estaba en el coche. Cargué la dirección en el GPS  y dejé que me llevara por el camino más corto.  Cuando vi la señal de curva cerrada y el camino de ripio,  supe que faltaban dos kilómetros. Continué anhelante hasta llegar.

Vi la tranquera abierta. En la galería,  una mujer  leyendo absorta, sentada. Golpeé las manos y ella apenas levantó la vista.  Sin  pararse me hizo señas  para que entrara.  Y me acerqué. Sin duda era ella.

–¿Carolina?  ¿A que no me conocés?

–Mm ¿Alejandra? ¿Sos vos? ¡No lo puedo creer!

Se paró, nos abrazamos, nos preguntamos, nos respondimos  y comenzamos a recordar viejos tiempos.

Le dije que nos habíamos reunido con las chicas y que la habíamos estado buscando por todos lados. Y que no estaba en ningún lugar.

–Hace treinta y siete años que yo estoy acá Ale. ¿Qué me estás diciendo?  ¿Dónde me buscaron?

Al mirar ese jardín florido,  las gallinas retiradas picoteando maíz, un caballo atado al palenque, y  la tierra recién regada  oliendo a albahaca, perejil y a tomates frescos, evité responderle.

–Como sea  te encontré.  Yo, hace más de treinta y cinco años que no iba al pueblo. ¿Qué fue al final, niña o niño? ¿Y Juan?

–Una hija. Acá hay fotos, mirá. Se llama Claudia. Vive en la frontera con Bolivia. Es maestra. Se fue allá hace doce años y hace cuatro que no viene.  Nos carteamos siempre, está muy bien.  Y Juan, número puesto, se apendejó. Pero no lo culpo.  Se fue hace años.  Qué se va a hacer, hay que pensar que  se tuvo  que hacer hombre de un día para otro, y,  bueh lo que no se vive a una edad…

–Y vos Caro, ¿no rehiciste tu vida?

–¿Rehacer?  No sé.  Creo que  si fuera posible, aun así,  elegiría no cambiar nada. Amo  a mi hija.  Amo esta casa,  mis libros, mi pequeña quinta. Tengo un amigo, viene seguido, compartimos charlas lindas, tomamos vino,  escuchamos música y miramos cuando se pone el sol, allá, ¿ves? donde se junta el monte con el cielo hasta que desaparece. Sabés,  las charlas  que comparto  con él, jamás las tuve con Juan.  Y eso que nos queríamos. Es rara la vida. Además  está  Perseo, ¿viste que porte? –y sonriente me señala  el  caballo– y Sheila –y me muestra una siamesa que duerme sobre un sillón sin inmutarse–. ¿Y vos Ale?

Le conté brevemente que me recibí de  Arquitecta como siempre había querido,  de mis cuatro hijos, mis tres divorcios, mis oficinas  en Buenos Aires,  mis socias,  las secretarias.

–¿Y?  ¿No hay ningún hombre en tu vida?

–No, en realidad no.  Obvio estoy buscando, sí. No es bueno que la mujer esté sola…  Pero como no tengo tiempo,  la búsqueda es por  internet. Es más práctico.  Se puede optimizar porque  tenés  la posibilidad de filtrar según las preferencias.  Qué se yo. Por edad, estudios, gustos.  Lo más importante a esta edad, es la afinidad. ¿No te parece?

–Parece raro, che. Porque por internet, ¿cómo percibís la mirada, el tono de  la voz, el aroma, la prolijidad de las uñas? (se sonríe).  Si no es por esos detalles, ¿cómo logra atraerte alguien?  Y eso que decís de filtrar, me recuerda a las clases de química… cuando tamizábamos elementos. Pero, ¿personas?  No sé,  dicho así como lo decís, ciencia ficción parece.

–No no. Te aseguro que es real Caro.  Veo que vos internet, ni ahí.  Ni celular, ni nada. Pero  a vos justamente, te vendría genial.  No estarías aislada del mundo. Podrías informarte de todo.  Leer lo que se te ocurra. Hacer amistades nuevas. Conectarte con las  compañeras de la escuela.  Tantas cosas Caro. Además hay un montón de juegos para pasar el tiempo y distraerte, debates, foros, blogs, diarios de cualquier parte del mundo, diccionarios, cursos de idioma. Música para todos los gustos. Programas para entrenar la mente.  Recetas. En fin Caro, el mundo está todo ahí, para lo que quieras.

–Ale… de dónde sacás que estoy aislada mujer.  ¿No ves a mi alrededor? Mirá, me informo de lo que quiero informarme, que no es de todo por cierto. ¿Para qué  informarse de todo, Ale?  Leo lo que quiero leer.  Mirá, vení, fíjate todos los libros que tengo en mi cuarto. ¿Ves ahí? Hay  cientos de libros que no he leído aún. Y tienen hojas que puedo oler. No me mires así que no estoy loca.  ¿Amistades nuevas?  ¿Por qué? No sé.  A todo eso que decís, reconozco con  la mejor de las intenciones, no le encuentro ningún sentido para mí.  Qué se yo, perdóname pero lo veo como un intento de tapar la vida verdadera, y  no  quiero taparla, ni distraerme;  al contrario, estar atenta a mi mundo en pequeño,  para que siga siendo intenso. Me gustan los mundos pequeños Ale.  Sí,  con el tacto, los sabores, los olores, con todos los sentidos…

–Te entiendo Caro, pero  una cosa no quita la otra.

–Ale, ¿ te permite todo eso estirar las horas del día? No. Entonces sí, una cosa quita la otra mujer, lo mires de donde lo mires.  No me sobra el tiempo, tampoco me falta.  Hago lo que quiero,  quiero lo que hago… no es poco, ¿o sí?

Conversamos  de tanta cosa humana, como hacía décadas  no hablaba con nadie.  Me quedé hasta la puesta del sol en  ese monte  inmenso que se junta con el cielo,  para luego regresar a mi  propio mundo. No sé si verdadero, o de ficción.

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