Lo peor es que es algo que me pasa muy a menudo. Estar en la parada del autobús y ver a mi alrededor a la gente absorta por sus pantallas de móviles o tabletas. Es triste.
El otro día fui con mi pareja a tomar algo y en la mesa de al lado teníamos a otra pareja (adolescentes) que estaban sentados a muy pocos centímetros uno del otro pero sin hacerse ni puto caso. Cada uno con su móvil, no apartaban la mirada de él para nada, no se hablaban. ¡Dios! Fue horrible presenciarlo. A lo que me dijo mi pareja. «Por favor, si algún día nos pasa eso y no me doy cuenta, déjame».
Se pide para salir por chat, se acaban relaciones de la misma forma y por culpa de últimas conexiones o por publicaciones en redes sociales de fotos absurdas que dan lugar a confusiones.
Creo que para lo único para lo que nos vale todo esto, es para valorar cuándo alguien nos hace algo en persona, nos escribe algo en papel, nos regala un marco con una foto impresa. Igualmente seguro que acabaríamos publicándolo en algún sitio…
Si no contamos algo que nos sucede es como si nunca hubiese ocurrido ¿no? Si algo extraordinario nos ocurre, sentimos esa necesidad inminente de contarlo. Pero de esta forma estamos perdiendo toda privacidad. Hoy en día se puede saber algo información de cualquier persona. Es muy fácil, lo tenemos todo al alcance de un click. Conocer a alguien, encontrar un sitio, comprar, buscar información sobre cualquier cosa.
Ese fue el tema del que estuvimos hablando toda la tarde.
Cuando llegué a casa me tiré en el sofá, cogí mi iPad y me quedé hasta tarde navegando por la red, ya todos estaban en cama cuando de repente mi pantalla lanzó un destello enorme sobre mí, como si de una abducción se trarara, acabé dentro de la tableta. Podía verlo todo a través de ella, lo qué hacia quién la utilizaba y el exterior, pero nadie podía verme a mí. Estaba en un universo pararelo, sola. Mi existencia se limitaba a ver el mundo real a través de una pantalla, encima era controlada por un dedo enorme que me trasladaba de una ventana a otra a su antojo. No dormía, no descansaba, mis ojos estaban como platos, ni pestañeaba. Quería llorar y no podía. Hasta que tanto tiempo alerta me dio para pensar en hacer algo, ya que no podía salir de allí que mi estancia en la tecnología sirviese para algo. Me dirigí hacia el icono de la parte superior de la pantalla, ese dibujo de una pila que mientras esté algo llena, permite que el dispositivo esté encendido. Trepé por las letras, me apoyé en el cursor, alcancé el circulito del tanto por ciento, lo agarré con fuerza y como si de un tiro a canasta se tratase, lo metí dentro de la pila, impidiendo así que ésta se cargase de batería, sólo tenía que esperar a que se acabase ese tres por ciento que quedaba y que a la velocidad que estaba siendo utilizado, era cuestión de minutos. Por fin. Conseguí cerrar los ojos y cuando los abrí, ahí estaba yo, tirada en el sofá con el iPad sin batería.
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