ERAN DOS BURBUJAS DE VIENTO

ERAN DOS BURBUJAS DE VIENTO

Eran dos burbujas de viento que sobrevivían en el aire. Bailaban danzas hiperbóreas, dibujando en el Espacio poliedros caprichosos, y nunca llegaban a encontrarse.

Esas dos burbujas solitarias se cristalizaron, y al cristalizarse, crecieron hidratándose con los  ríos, que surcaban como capilares por las planicies de sus troncos. Al anclarse las raíces, empezaron a modelarse sus cuerpos, y con la fuerza de las montañas, en dos planetas se convirtieron.

En un dribling a la luna, el viento del norte cambió de rumbo, divulgándose en una brisa de terciopelo azul, propiciando una colisión cósmica. Esos dos planetas cuyas órbitas circunvalaban  alrededor de sí mismos, se encontraron en la intersección de sus miradas, en una calurosa tarde de verano. Eran capaces de contemplar desde la profundidad de sus cuencas, la conexión que tenían sus almas antes de haberse conocido, y la sincronía después de haberlo hecho.

Pocas palabras bastaron para que sus almas respiraran la una junto a la otra, intercambiando suspiros de viento, ya que estaban diseñados de aire y de aliento. Sus almas se separaron de sus cuerpos y se fosilizaron en un mismo conjunto de músculos, huesos y órganos. De esa unión, emulsionó con el ímpetu de un volcán, una estrella en el cielo de Madrid. Ya no eran dos burbujas, ni siquiera dos planetas, se habían reconstruido en una estrella. Estrella recortada en el manto estelar de la Vía Láctea, cuya presencia molestaba a los asteroides y que en un manojo de celos, los desterraron del firmamento.

Después de ser expulsados del cielo, vagaron su exilio por las calles lluviosas y grises de Madrid. La sonrisa de media luna dibujada en sus caras, se reflejaba en los espejos del Callejón del Gato, sin que llegaran a distorsionarse.

De magia estaban formados sus movimientos, sus apretones de manos y sus miradas cautivas, sin decir nada y diciéndolo todo. No había noche que no soñasen mil una vez con Sherezade, ni que entre zarpazo y zarpazo, sus gemidos entre cortados se mezclaran con los vientos de la noche, que transportaban su armonía, allí donde pacen las estrellas.

El eco de sus besos y abrazos, importunaron esta vez a los dioses estelares, y de rabia y furia se colmaron sus deseos de venganza, ya que la envidia corrompía sus moléculas de hidrógeno y oxígeno. Enviaron como abrazo armado a los argonautas, para que, con sus hachas de verdugo, sacudieran sus cuerpos, cercenando aquello que había unido el destino, el Cosmos, el amor… y el viento del norte.  

El cierzo que bajaba de los riscos por las mañanas, erosionó la brisa de tal manera, que al pulir el aire, su mano de repente, dejó de dibujarle “te quiero” en las ventanas. Suprimió el emoticono diario que enviaba a su whats app, a la misma hora en la que se conocieron, en aquella calurosa tarde de verano.

Cuando hablaban ya no le miraba a la cara y nunca más no hubo zarpazos por la noche.

Se fue por la mañana, con el viento del norte, sin mirar atrás, con una maleta llena de “te quieros” y zarpazos nocturnos. Se marchó sin decir nada y sin despedirse. No esperó que el sol apareciese. Su silencio y su ausencia, fueron las únicas cosas que recogió del suelo, para ordenar su vida quebrada por su no presencia.

Durante muchos segundos, él la busco entre la niebla, y no la halló en las cumbres, ni tampoco encontró sus huellas en la nieve. La desesperación le vestía de angustia, y de negro se cernieron sus manos, que como arañas se asían a cualquier signo, por pequeño que fuese, de esperanza por encontrarla.

Seguía buscándola, entraba en su whats app, pero estaba desconectada, tampoco respondía a sus mails, y su Facebook estaba abandonado, derruido, con el musgo sobre las paredes, y colmado de escombros. Su twitter se apagó, como se apagaron los cometas en el cielo.

En el Retiro esperaba encontrarla, dando de comer  a las palomas, que con sus alas, salpicaban de plumas su vista, sin dejarle ver nada. El Retiro era un erial, a pesar del tumulto de piernas y brazos agolpados frente a los bardos y guiñoles. De las fuentes manaba agua turbia, cuya composición de óxido y fango, tiznaba de podredumbre las figuras de mármol que las habitaban. 

Pasaron doce meses de ausencia, y a pesar de no encontrarla, seguía la búsqueda de su diosa, cuya desaparición no entendía, y con la que no se conformaba. La lucha contra la razón continuaba, no se dejaba vencer por la evidencia. Sus órganos le dictaban, le ordenaban, que la buscara, que pudiera estar en peligro y sería precisa su ayuda.

El viento del norte soplaba la mañana que recibió un mail en su cuenta conjunta, y que compartía con ella. Ese mail era una despedida, pero no como la de hace un año, era una despedida de hierro, tan dura como la piedra que golpea la carne, abriendo las calaveras, desparramando las lágrimas por sus brechas.

Le contaba que una enfermedad de signo del zodiaco, se había cultivado en su cuerpo frágil de pantera. Su piel anacarada se volvió macilenta, y su dentadura desgastada no dejó de sonreír a pesar del avance de la enfermedad, recordando los paseos nocturnos por Madrid, contando estrellas.

Ese mensaje, programado después de su muerte, gracias a un nuevo servicio de Google, fue enviado tres días después de ser incinerada. Le pedía por favor que la perdonase. Le había ocultado su enfermedad, para que no sufriera su deterioro. No quería compartir las horas por las que el uranio fluía por sus venas. Tampoco estaba dispuesta a que su belleza sedimentada de fármacos, pudiera ser contemplada por él, siendo éste el último recuerdo que alimentase su memoria. Su ruina era personal e intransferible, le disgustaba que su deterioro pudiera afectar su sonrisa. Optó por luchar sola, con su recuerdo en la garganta, y con los puños apretados, se encaró con toda la energía del Universo contra la Parca. Se fue sola, de espaldas.

Él, cegado de la belleza de sus órganos, y en concreto de la carne de su corazón, no podía imaginar que la ruptura de su relación, había tenido que ver con una metástasis en el hígado. Se quedó sentado escuchando las palpitaciones de sus sienes. El ruido de su dolor estaba tan amplificado, que pensó que su corazón había dejado de latir, porque no le oía bombear. También notó una quietud temporal difícil de explicar, parecía que el movimiento de traslación de la Tierra se hubiese parado. Sus babas a diestra y siniestra, se deslizaban por la comisura de sus labios y sus mejillas estaban pintadas de sangre. Se sentía como un muñeco de trapo a merced de la corriente, languideciendo en un rincón con una postura mortecina.

Sus últimas instrucciones dictaban que las cenizas se repartieran en tres puñados, uno esparcido en el aire, cuando soplase el viento del norte, otro enterrado en un nicho en el cementerio de la Almudena, y el tercero, derramado al libre albedrío en el Retiro.

A la mañana siguiente fue a buscar su tumba. La encontró en una pared, colocada de manera vertical por encima del suelo. Las lágrimas de minerales acudían a su rostro. En un primer término se apoyó con la mano derecha y con la cabeza orientada hacia abajo. Más tarde, hincó las rodillas en un manto de hojas muertas, para posteriormente sentarse sobre sus talones y caer de lado, llorando.

Murió frente a la tumba de ella, murió según dijeron, de amor. Mientras los suspiros de vida se escapaban por los poros su cuerpo, una burbuja de aire revoloteó en un cielo plomizo.

Encontraron en su mano su Smartphone, con el Facebook de ella, y ya no eran las ruinas de un palacio victoriano, sino un alcázar morisco repleto de flores, y en el estado de su whats app aparecía la palabra “feliz”, y su twitter recobró la vida con un “otra vez juntos”, y en el Retiro de repente, apareció la primavera.  

Cuentan que cuando sopla el viento del norte, se puede ver en el estanque del Retiro, sobre las aguas, cómo dos burbujas serpentean en el aire, ascendiendo y descendiendo formando poliedros caprichosos.

 

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