La ciudad. Concreto, asfalto y uno que otro árbol. Ese gran organismo que vibra con los movimientos de todos los seres que lo habitan. La ciudad se los ha tragado. Viven y mueren dentro de la ciudad. Pero la ciudad no es mala, tampoco la gente que vive en ella. La ciudad ha crecido, se ha desarrollado y ha adquirido formas perfectas, con grandes vidrieras, construcciones de ángulos rectos y estructuras pulidas que se recortan contra el cielo. Hay una relación simbiótica entre las plantas y el hormigón.  La ciudad se organizó y es silenciosa y aséptica. Pero ya nadie se toma la molestia en apreciar por un minuto lo que le rodea. A pesar del orden de las estructuras, las calles limpias con sus bonitos setos podados, las aceras despejadas e iluminadas y los parques con árboles y prados, muy poca gente por no decir nadie, sale a la calle para apreciar como el sol arranca destellos anaranjados a los edificios, proyectando las sombras de los árboles y como el viento que baja del cerro agita el cabello de los niños, irrumpe entre las hojas de un periódico o hace ondear como velas de barcos las corbatas de los transeúntes.  El sol despide a una ciudad que se recoge a sí misma como un caracol dentro de su concha. El viento es el único que corre por las aceras desiertas. El sol se va, la lluvia cae y empapa el suelo y ya nadie más sale de sus viviendas. Nadie sale porque en los altos  edificios de apartamentos, donde viven centenares de personas cómodamente, todo está al alcance con tocar un botón, levantar un auricular y pronunciar unas palabras. La ventana al exterior es una pantalla luminosa que lo que ofrece, está al alcance con un gesto con el dedo índice, sin levantarse de su cómoda silla. Entretenimiento, el trabajo y el conocimiento. Si alguien se parara afuera de los edificios y mirara a las ventanas, vería brillar en cada una de ellas un tenue resplandor blanco. En cada hogar, una pantalla, una potente computadora con conexión al Infinito Océano informático. Todo lo que quieres encontrar esta allí. Una película para ver cómodamente en tu sillón comiendo dulces. El trabajo que tenías por hacer, fácilmente lo recibía tu jefe que se encontraba en otra ciudad y al cabo de unos meses llegaba una notificación a tu pantalla que indicaba que habías recibido tu sueldo. El mundo cabía perfectamente dentro de aquella pantalla de veinte pulgadas. Aquí estoy yo, uno más en medio de la gran ciudad. Como todos aquí, siempre uso la conexión a la Red para mis cosas. Tomar mis lecciones, realizar pequeños trabajos, comunicarme con mis amigos, escuchar la música que me gusta. Pero a diferencia de otros que no desprenden sus ojos de la pantalla, o de sus móviles que llevan siempre a todas partes, encuentro agrado en sentir a esta ciudad. A veces me hastiaba el encierro, iluminado por aquella pantalla, me asomaba a mirar por la ventana y sentía el impulso de salir e ir a alguna parte. Si había algo que me gustaba era caminar por la ciudad, de sentir el suelo bajo mis pies, el aire que pasaba, de escuchar el tráfico, incluso ver a la gente que pasaba a prisa sin levantar la vista, con afán, sumergidos en el Infinito Océano que los abrazaba. 

No niego que la vida se ha facilitado, que el mundo está a nuestro alcance, pero tal vez hemos perdido la simpleza de la vida humana. Mirar a los ojos, de conversar en una banca, caminar por una acera y compartir una taza de café. No nos hemos percatado de que eso se ha ido porque tenemos la vista fija en un único punto. Ahora viajo en un bus con otros, gente con rostro famélico que mira por la ventana, añorando algo perdido de épocas pasadas y otros con la cabeza gacha y los ojos fijos en el móvil que destella desde sus manos. El bus, largo como una serpiente roja, se arrastra por la ciudad, se detiene, abre sus puertas, suben, bajan pasajeros y reanuda la marcha. Todo muy automático y preciso aunque casi no sube gente, por que casi nadie sale. La gente está allí pero a la vez no está. Están los edificios, los postes, los automóviles, los árboles mecidos por el viento, los anuncios de neón que zumban. Pero la gente que camina por las aceras parece un decorado. Ausentes. Nadie se da cuenta de lo que lo rodea. Aparto la mirada de aquellas figuras plásticas. Este es el precio que hemos pagado por este avance tecnológico. Lo humano está extinguiéndose. Me tomo el tiempo de ver donde estoy pisando, de ver al cielo, de sentir a la ciudad. Respiro aliviado, como si volviera atrás en el tiempo a una época donde la ciudad latía, emanaba ruido y energía  y la gente no se había petrificado. Luego de mis paseos diarios, de sentir el aire y la lluvia, regreso a mi trabajo, a volver a la realidad.

Pero como dije, a diferencia de ciertos humanos plásticos, yo si levanto la mirada. Dentro de todo esto hay algo que me hace sentir un pequeño sentimiento de gratitud hacia aquella Red que hacer cabe todo el mundo en una pequeña pantalla y de acortar las distancias. Parece contradictorio que piense así, porque aunque a veces sienta aversión por toda aquella parafernalia tecnológica a veces también siento que me alegra pequeños momentos. Lo digo por Frida. Por aquella chica con la que comparto una conversación tarde, noche y mañana. Esto me parecía bien, pero al tiempo sentía que era algo incompleto y que nada podría suplir el hecho de encontrarte frente a frente con alguien. Además estando en esta ciudad donde siempre hay a donde ir, me parecía tonto tener que pasar la vida mirando a una pantalla. No quería que mis días se escaparan a cuentagotas viviendo entre cuatro muros, mirando hacia la calle, mirando a los arboles mecerse al viento y a la lluvia salpicar. Apagaba todo y bajaba a la calle. Quería estar ahí viendo al sol reflejarse en los charcos de lluvia, quería ver como el sol se ocultaba tras las nubes, que para mí era presenciar la muerte del día y como el imperio de la noche se extendía por la ciudad y se encendían las luces. Eso era lo que quería y ¡como deseaba que Frida estuviera conmigo para verlo! Ella se encontraba en otra ciudad y por casualidades de la vida, se cruzaron nuestras Redes y la conversación surgió, en pequeños bloques texto que brillaban en la pantalla. Pequeños mensajes que eran lanzados como botellas al Infinito Océano Informático e intercambiábamos saludos enseguida. Era fascinante, pero solía pensar en que no hay una felicidad completa. Porque aquella tecnología tan eficaz, para mí era una barrera de cristal líquido que se convertía en la única manera de acercarme a Frida. Siempre tenía el mismo pensamiento loco. De atravesar la barrera  y acercarme a ella. Todos los días pensaba en Frida. Me alegraba pensar en ella, pero ¿Por qué no podía estar aquí ella, o tal vez yo? Era tan guapa, me gustaba su sonrisa, el color de su pelo y sus ojos marrones. Su manera de ser es algo que aun no he entendido, porque es de esas chicas que tienen tantas cosas que no puedes definirlas todas y llega a volverse un asunto tan complejo y los adjetivos se quedan cortos. Me alegraba de un modo que ella no se lo imaginaba. Y más me alegró el mensaje que envió diciéndome que vendría a mi ciudad en unos días. La sonrisa de mi rostro silencioso lo dijo todo. Me gustaba Frida y quería tenerla aquí. Sé que disfrutaría cuando le mostrara todos aquellos rincones de la ciudad donde me sentía feliz, caminando bajo la misma acera con el sol reflejándose en los cristales. El parque que me gustaba, el café de siempre, las luces por la noche, el reflejo de los neones en los charcos. Recorrer la ciudad dentro de la serpiente roja. Quería que ella estuviera aquí. Verla a los ojos y no verla como los demás transeúntes inexpresivos. Quería a alguien que no tuviera un móvil entre las manos ni los ojos atrapados en una pantalla. Quería tomarla de la mano, en eso deberían ocuparse las manos. Mirarnos a los ojos, como dos seres humanos que no son figuras de plástico que se comunican en silencio y envían botellas de mensajes que flotan en el Infinito Océano. 

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