Desde mi habitación, en el ático donde vivo, el sol entra a raudales tras las enormes cristaleras. Hace media hora que estoy despierto y puedo sentir el calor acogedor de sus rayos sobre las sábanas. Puedo ver las nubes fibrosamente blancas que se desplazaban lentamente hacia ninguna parte, cogidos de la mano de un viento burlón y caprichoso.

Entra Laura, mi asistente personal. Con su sonrisa serena me insta a levantarme. Es la hora de los ejercicios y el baño. Me resisto. Todo parece tan calmo y el dolor no ha aparecido aun… Una mirada de reprobación ante mi reticencia. Le hago caso, muy a mi pesar.

El cáncer de hígado que padezco está en fase casi terminal. Siento de nuevo el dolor en el costado. Laura, lo sabe. Sabe que ahora necesito la medicación, sabe que ahora toca un poco de dolor. Al terminar el baño, me ayuda a acomodarme en mi sillón de cuero marrón, al lado del luminoso ventanal. Después de darme la medicación, se aleja, cerrando la puerta tras de sí. Miro el cielo, limpio, treméndamente azul. Acaricio el brazo derecho del sillón de cuero gastado. Era de mi padre..

 Instalé un enorme televisor de cuarenta pulgadas con todos los avances tecnólogicos incluidos. Todo lo necesario para estar informado de todo lo que ocurra en el mundo desde el mismo instante en que ocurre. No lo enciendo, me parece sacrílego enturbiar la paz de ese momento. Además me siento tan débil y embotado por la fuerte medicación que no prestaría la menor atención.

A mi derecha, junto a la lámpara de lectura, entre el libro y las gafas de leer está mi flamante móvil. Recuerdo haber pasado horas con ése artefacto, ahora silente, inerte. Tenia cientos de amigos en facebook, Whatsapp, twitter….Todos ellos fueron desapareciendo gradualmente a medida que la enfermedad avanzaba implacablemente. Los dolorosos tratamientos de quimioterapia y radioterapia con haz de protón, los ensayos clínicos con radioterapia corporal estereotáctica y terapia dirigida; los síntomas que lo caracterizan, de fuertes dolores costales, nauseas y vómitos y sobre todo esa tremenda debilidad, fueron un tema poco agradable para mis “ cientos de amigos “. Un día, no sé exactamente cuándo, me dí cuenta de que no tenía ningún mensaje en ninguna de las redes a las que estoy suscrito, ni siquiera un mero correo electrónico,  digamos que calló.

Me sugirieron algunas páginas en internet sobre el tema: en facebook publicaban personas que habían padecido la enfermedad y habían salido casi milagrosamente. Amigos, familiares, todos tenían la palabra adecuada, el mensaje correcto que decirte, sólo que la muerte, a cada segundo del reloj me arranca un jirón de vida y nadie, absolutamente nadie puede ayudarme. Me llevo las manos a la cara y lloro. Ya no hay odio en el llanto ni siquiera rencor por nada o por nadie en particular o en general. Tampoco lo hay para mí. Al terminar, no me seco la cara, dejo que el aire fresco del llano que entra por una pequeña abertura del ventanal lo haga. Cierro los ojos y pienso en lo mucho que deseo que me abrace alguien, que me mimen. Agarro el móvil y me lo llevo al corazón como si quisiera que todos esos “ cientos de amigos “ estuvieran ahí conmigo en un colectivo abrazo virtual.

Me calmo, sé que esa actitud no ayuda. Dejo el móvil en la mesita, casi lo tiro. Voy a la cama, me siento débil. Torpemente la alcanzo y me echo ruidosamente. Me tapo con la sábana y acomodo el cojín de plumas entre la almohada y yo. Ya instalado, deslizo la mirada hacia mi mesita de noche. Allí entre los botes de hidromorfina, fentanilo y oxicodona, al lado del vaso de agua, está el marco con la foto de mi familia: mis padres, mi hermano Alberto y yo. Cierro los ojos al sentir el dolor antiguo en mi alma. La insuperable muerte de mis padres en aquel estúpido accidente de tren hace tres años.

A la muerte de mis padres, me sumergí en mi trabajo como agente e inversor en bolsa. Gracias a ello ganaba dinero a espuertas. Invertía en activos sólidos y fiables en un mundo convulso y ahogado en una profunda crisis económica y social del que salió de rositas. Entré activamente, en mi escaso tiempo libre en el mundo etéreo de las redes sociales y chats de todo tipo y color, tratando con ello de no dar margen a mi corazón para revivirlo…de revivir todo ese tiempo tan feliz junto a mi familia.

Mi hermano Alberto es médico. Un alma noble que trabaja en la organización médicos sin fronteras. La última vez que hablé con él fue hace un año y medio. Acabó mal. Por aquel entonces yo nadaba en la abundancia a causa de mis inversiones y los royalties extras que cobraba por mi trabajo. Vivía la vida al máximo, con el mayor lujo posible y organizando célebres encuentros en fiestas extraordinarias a través de avisos en facebook o twitter. Una noche ajetreada, me envió un dramático mensaje por whatsapp. Necesitaba una fuerte suma de dinero urgentemente, dinero del que disponía con creces aquel año.

El poblado donde ejercía sus servicios estaba situado en alguna parte de Sudán del Sur.Había una epidemia de polio infantil que estaban causando estragos en la región. Sudán y Sudán del Sur separados después de una cruenta y larga guerra civil habían vuelto de nuevo a tomar las armas. Una facción u otra, asaltaban los convoyes de medicamentos y los requisaban para posteriormente venderlos en el mercado negro a precios prohibitivos. Había que prevenir una epidemia de modo inmediato o cientos de niños estarían expuestos a una paralisis discapacitante o peor aún a la muerte. Necesitaban esas vacunas orales ya y a cualquier precio. Prometió devolverlo en cuanto regresara a España. No le contesté. Ni siquiera me excusé por ello, sencillamente, pasé. Desde entonces, no sé nada de él y supongo que él tampoco quiere saber nada de mí. 

Ya dispuse con mi abogado que todo mi patrimonio pase a sus manos. ¿ en quién mejor van a estar ?. Me duermo. La morfina te engulle en un aparatoso y soporífero sueño del que no quiero despertar. Ayuda a superar el dolor físico, incluso el dolor de la soledad, callando mi mente.

Son las nueve y media de la noche. Algo me despierta. Es Laura secándome el sudor frío de mi frente y rostro. Estoy tiritando y el dolor en el costado es tan duro que casi no puedo respirar adecuadamente. Me aumenta la dosis de hidromorfina. Me susurra palabras de paz y su sonrisa es franca y abierta. Sus ojos castaños acaramelado me envuelven en un fortuito y acariciante abrazo. Busco el marco con la foto de mi familia a tientas – me siento tan débil -. Ella coge mi mano y la coloca sobre el marco, que descansa sobre la mesita. Se me escapa una lágrima. Ella mira hacia el ventanal y muerde instintivamente la parte inferior del labio. Coge una gasa y me seca los ojos. Su mirada envolvente y compasiva me calma y callo mi grito.

Dos horas mas tarde, me despierto de nuevo. Siento angustia, me late el corazón a cien por hora, deseo gritar. Necesito beber agua, mucha agua, como si con ello llenara el espeso vacío en que se había convertido mi corta vida. Alargo el brazo, tiro sin querer el marco con la foto de mi familia, me desespero, vuelvo a intentarlo, lo cojo,  pero se me escurre de las manos. Débil aún,  no puedo evitar que caiga al suelo. El agua mojó su alfombra persa de tonos rojos y morados y el vaso, por el grosor de la alfombra no se llegó a romper, de hecho casi no hizo ningún ruido.

En ése instante de inevitable desesperación llamaron a la puerta. Tardo un par de segundo en entender la situación. Son las dos y media de la madrugada y alguien está llamando a su puerta. Sabe que no es Laura, ella entraría sin más. Perplejo e incapaz de hablar, presa de las emociones, esperó.

La puerta se abre lentamente, como si no quisiera hacer ruido. Asomó su enorme cuerpo a través de la puerta entornada, tratando de encontrarme debideo a la semipenumbra en que está sumida mi habitación. Entonces, le ví. Las lágrimas brotan con fuerza en mis ojos, casi tanto que duelen. Trato de contener mi felicidad… 

Es Alberto, y está sonriendo.

 

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