Si pudiera escribir un mensaje directamente al móvil de Dios le diría que es un inútil y un hijo de puta. Soy el último desesperado. De esto iba hablando con un buen amigo al amanecer, completamente borrachos, completamente resignados, pero lúcidos y convencidos de todo lo que decíamos. Es difícil imaginar algo peor de lo que tenemos ahora, es difícil imaginar mayor injusticia, mayor tristeza, mayor absurdo. Si te paras a pensar en cómo está montado todo, qué sentido tiene, puedes enloquecer, por eso es mejor hacerlo con el cerebro flotando en alcohol y a la luz azul del amanecer, cuando parece que hay un poco de esperanza.
Siendo nada, siendo nadie, pero siéndolo absolutamente y felicitándonos por ello, nos dejábamos caer por las cuestas de Vigo mientras nuestras caras no podían ni mirar. Dos barrenderos regaban las solitarias calles bostezando y sin dirigirse la palabra, sólo uno de ellos trabajaba, el otro se tocaba los huevos con cara de amargado. En la puerta de un garaje estaba un loco habitual, muy feo, escuchando una radio antigua, un ladrillo pegado a su oreja gigante y roja, cuando nos miró, aparté la mirada hacia la luz verde de un semáforo y pensé que nadie merece estar tan solo. Me entraron ganas de llorar pero no dije nada y juré que si Dios, después de recibir mi mensaje, decidía aparecerse ante mi para pedirme explicaciones, le agarraría y le escupiría en la cara. Tengo tanta necesidad de él, como él de mí. Ninguna.
Fue entonces cuando unas chicas nos preguntaron algo y comenzamos a hablar de tonterías, creo que eran tres, aunque yo sólo me fijé en una de ellas. Me sentí un auténtico delincuente sexual porque con todas mis capacidades mermadas sólo podía pensar en desnudarla y follar hasta morirme. Entregarle absolutamente todo. Nos gustamos y creo que la razón era porque en ese momento todos estábamos siendo absolutamente sinceros. No había perfiles, ni estados, ni fotos, ni trabajos, ni nombres, ni ninguna de esas gilipolleces. Sólo personas hablando, diciendo tonterías, riendo, compartiendo un momento de su presente.
Puede parecer un milagro el que nadie tuviera batería en sus móviles, yo creo que fue una jugada de Dios para disolver aquella etílica reunión. Se sintió amenazado desde su escondite. Pero yo siempre llevo un bolígrafo en el bolsillo y pretendía que aquello no fuese un simple sueño. Ella aceptó con una sonrisa y le cogí la muñeca. Recuerdo cómo el bic negro resbalaba en su piel dibujando mi número de teléfono. Torpe y tierno. Hablábamos, si, pero nos dimos cuenta de la perversión del subtexto. Me la imaginé jadeando, desnuda, mientras yo la liberaba para siempre de cualquier mal. El tono de su voz, sus ojos, su olor… Todavía me empalmo cuando me acuerdo. ¡Qué tensión! ¡Qué invento tan maravilloso el bolígrafo! Mientras repasaba algunos trazos en su brazo noté su respiración, el calor, la dulzura de aquel cuerpo. Ella se rindió y me pidió que me quedara, pero el momento me había parecido absolutamente insuperable. Tuve que huir para no joder aquel instante maravilloso. Por muy cansado y derrotado que estuviera, sentí que podía poner el mundo patas arriba, porque en ese momento, era capaz de expresar todo lo que llevaba dentro, hacer vomitar a mi corazón, plasmar lo realmente importante y eso puede cambiarlo todo, hacer estallar el mundo en mil pedazos y…. Ningún Dios podría evitarlo. Claro que no se lo dije a Sara. O no tuve el valor de explicárselo.
Pocas horas más tarde, regresé a la horrible realidad en mi cama. Triste, mareado y cachondo trataba de recordar. Hambriento de nada, asustado por todo. Me arrastré para poner a cargar el móvil. Había estado soñando con ella, con las sensaciones que pueden hacerte sentir vivo, como esa deliciosa tensión sexual… Pero nos quedamos sin batería. No había mensajes. Supongo que, después de todo, así debía ser. Sara nunca me llamó y yo sé que Dios es un puto cobarde.
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