Anahí era una joven paraguaya que acababa de llegar a Buenos Aires. Luego de tirar sus bártulos en una pensión de mala muerte salió a caminar por la avenida Corrientes. La de los grandes teatros.
Era el anochecer y parecía que el cielo había bajado a la tierra porque las luces que emanan de las marquesinas iluminan la calle como estrellas en el firmamento.
Está deslumbrada y cegada por ese destello titilantes y por el imponente Obelisco que se levantaba como un falo ordenando por dónde transitar. Todo se le presentaba como una colorida y bulliciosa postal.
Ella quería ser actriz y nunca antes había asistido a ver una obra de teatro. Se acercó a una boletería cualquiera para preguntar cuánto costaba una entrada, aunque ya sabía que no la podría comprar porque seguro era demasiada cara. De todos modos buscó en la raída cartera su billetera, mientras pensaba que no cenaría esa noche. No le importó. Pero tampoco podría comprar un boleto pues acababa de descubrir que le habian robado la billetera con una sutilidad que no conocía.
Se alejó rápidamente mientras pedía ayuda a cada transeúnte que pasaba a su lado, pero nadie la escuchó. Se alejaban de ella como de la peste. Caminó un fato sin rumbo hasta llegar a un lugar donde se acababa de desatar una pelea. La policía llegó para detener la trifulca y todos el público observador desapareció como por arte de magia. Sólo ella permaneció en el lugar. Eperó tratando de encontrar el momento para hablar con uno de los policías y solicitar su ayuda. De pronto uno de los agentes la vio, se le acercó y le pidió documentos. Ella trató de explicarle que no los tenía pues acababa de ser robada apenas un rato antes en un teatro. Él no le creyó y junto a los dos revoltosos la subieron a un patrullero llevándola presa.
El hedor de la celda le carcomía hasta las entrañas. Pasado un tiempo. Quizá un par de horas la requirieron para interrogarla.
El hombre frente al mugroso escritorio lleno de papeles y restos de comida vieja, mientras se limpiaba entre los dientes con un palillo la miraba con ojos de furia. Otro uniformado, un poco más alejado se perdía entre el humo de su cigarro.
Un tercer hombre se apersonó y preguntó:
¿»Y qué tenemos aca?»
«Otra indocumentada que quiso pasarse de lista jefe. Pero ya estamos haciendo el papeleo para deportarla. Debe ser cómplice de esos dos que simularon pelear seguro para distraer a la gente curiosa mientras ella aprovechaba para meterles la mano en los bolsillos. Eso les pasa a los mirones de siempre. Esos espectáculos atraen mucho más que las obras mediocres de los teatros».
«Ok, entonces proceda nomás agente».
Más allá se escuchaba el teclado de una computadora que a ritmo lento escribía y sellaba su destino.
De nada sirvieron sus ruegos primero, y sus gritos y lágrimas después. Sus sueños de convertirse en actriz de esa gran ciudad de los famosos teatros porteños y de las imponentes marquesinas que guardaban historias de los grandes que por allí pasaron quedaron truncos. Esas oportunidades tenían otros elegidos. Su nombre no figuraba, ni lo haría jamás entre ellos.
Entonces entendió que la fiera que era la emblemática Buenos Aires se la ha devorado en una sola noche…
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