Su cuerpo fatigado por el calor de la tarde no da paso para permitirse llorar. Lleva 15 años tendido en el mismo lugar. La piel rígida, agrietada, vestida con historias y sabores que algún peatón le arrojó al pasar. Conoce las historias de amor que hacen vibrar al mundo. Lo sabe por las parejas que en la oscuridad se sientan frente a el y simulan ver el cielo mientras sus manos se recorren sin tapujos. Es testigo de la desidia de los oficinistas que frustradamente lo cruzan en la mañana. Valora la levedad inocente de aquel niño que se convertirá en hombre y se contagiará de afán, de esa epidemia que lo lacera. No puede hablar, esta yerto, ahogado en historias que no son propiamente suyas. No puede huir, sabe que no soportarían su ausencia. Lo han dejado perderse poco a poco, sangrando para permitir que ellos avancen. Ha llegado la noche y todo pasa como debe ser: silencio, aire fresco, libertad. Algún vagabundo soñará sobre el, sobre este asfalto desabrido, inerte y hosco que desde el andén brinda vida a los transeúntes. 

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