Subió al tren con la carga de la última despedida. Los ojos vidriosos, empañados en lágrimas. La barbilla vacilante. Las manos temblorosas. Una aguja de angustia traspasando su garganta. Tenía 53 años y la vida nunca le había llevado más allá de la frontera. La enfermedad, que ahora la amenazaba de muerte, la forzaba a emprender un viaje al otro lado del océano. Nadie le aseguraba el regreso.
Miró hacia atrás tan pronto como alcanzó el tercer escalón. Desde el andén, sus hijos le sonreían con amargura y la esperanza de un reencuentro. Pensó que aquella bien podría ser la última imagen que conservaran de su madre. Un ser frágil que sube a un tren, rumbo a un avión que la transporte a la batalla final entre la vida y la muerte. Los imaginó corriendo tras el vagón y gritando entre sollozos «¡Adiós Cordera!», y la idea le hizo sonreír por lo absurda.
Avanzó hasta su compartimento. A través de la ventana, contempló a sus hijos con la serenidad y aplomo que algunos reos lucen en las películas. Su marido le cogió la mano mientras el tren arrancaba puntualmente.
Tan puntualmente como, meses después, regresaba.
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