Desde el andén acuno estos pensamientos adormecidos. He colocado mi maleta en dirección perpendicular a las vías, y de espaldas a ellas, me he sentado sobre mi equipaje mirando el reloj que pende de una pared grisácea. Bajo los focos de la estación, reposa el silencio. No hay murmullos, ni voces, sólo el espectro del jefe de estación saluda al tren de mediodía que acelera su paso en una estación vacía. Apoyo mis pies en unas traviesas de madera que se pierden en el infinito y congelan las sombras de lo que pudo ser y no fue, de lo que se perdió en mi viaje y no fui capaz de recuperar, de lo que una vez soñé y aún no he olvidado. Con mis manos en las rodillas mantengo la espalda recta, en un acto de dignidad que me recuerda a mis ensoñaciones infantiles, cuando atendía las explicaciones bajo los flexos de una escuela rural. Ausente de las palabras, transparente a las miradas, indiferente a las esperas, el reloj ya no avanza, no amanece, y mis trenes ya pasaron. Definitivamente, mi reloj de estación: se ha estropeado. Estoy exhausta y mi cuerpo cae al suelo.
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