Desde el andén veo peces muertos. Sardinas o sargos. Se distinguen destellos plateados e infinidad de ojos resecos que me acusan como canicas de metal. Saltar a la vía sería como entrar en una piscina de bolas viscosas. No juego desde que mi niña se fue de casa.

Antes, estos peces se dejaban llevar por la fuerza de corrientes marinas. Yo, sin embargo, viajo en metro, un trayecto vacío que alimento de listas: la lista de la compra, la de las cosas que quiero decirle, la de las mentiras que me cuento para seguir observándola cada mañana, desde el andén de enfrente.

Me sitúo en el último vagón. Por la ventana penetran luces de estaciones que al pasar se convierten en peces. Sin ternura me alertan para no introducir el píe entre coche y andén, cuando esa voz sabe que fui arrollada el día que mi niña me abandonó.

En la última parada, la de la Universidad para ella; para mí la que retiene su presencia, nos apeamos las dos. Mi niña oculta sus ojos grises en el suelo. Yo le grito en silencio desde la línea amarilla de seguridad, enfrente. Millones de peces muertos nos separan.

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