Marlon

La monótona simplicidad de algunos vecinos, continúa tachándolo de raro mientras Marlon sonriente, como siempre, sumerge el sediento recipiente en el agua clara y como por arte de magia, resurge rebosante, fresco, con un tintineo de lucecitas en su superficie fruto del reflejo del sol de mediodía. Repite el proceso varias veces hasta colmar cuatro opacas garrafas que con el tiento y la gracia de aquel que ha hecho algo más de cien veces, carga en la carretilla. Serpentea el camino entre el improvisado pozo y su casa y, al llegar, sonrisa de tajada de sandía al sentir que su madre ha vuelto antes del mercadito, cuando aprecia que ya ha puesto a calentar las tortillas de maíz para el almuerzo.

Divino camino por el que nos conduce el recuerdo hechizador de un aroma que evoca. Benditos olores que se cuelan por todas las rendijas, llegando a nuestros pueriles sentidos, embriagándonos de tal forma que se quedan ahí, estoicamente fijados a nuestro puro recuerdo. Marlon se detiene entonces bajo el dintel y aspira muy hondo por la nariz, disfruta, sonríe de nuevo, colma de amor innato estómago y corazón y termina de entrar en casa a trompicones, se encarama al improvisado banco de adobe y asoma sus vivos ojos negros a ras del manjar.

Por aquello de ver a su madre con el telar a todas horas Marlon ha entretejido su propio mundo y alterna sus quehaceres diarios de entregado primogénito con airadas fantasías ambientadas en la naturaleza circundante y las callejas de la aldea, como si de su propio cuento se tratase. Y mientras tanto observa, se detiene, mira a su madre quien teje un bello huipil. Enganchada de por vida a su telar de noche y al puesto de mercado de día, muerde las circunstancias y las digiere, sonriendo a pesar del cansancio, cantando a pesar de la pena.

Alma

Atado a la cintura, Alma sostiene su telar tenso, igual que las circunstancias que la obligan a trabajarlo sin descanso. Se levanta antes que el sol y después de preparar las raciones del desayuno de los suyos, se encomienda al tejido y repite machacona y monótonamente el proceso de creación. Últimamente teje huipiles. A las turistas que acuden al rudimentario mercadillo de San Marcos de Atitlán les encantan y ya que tiene que hacer la labor, prefiere venderla un poco más cara.

La que está terminando es uno de sus mejores trabajos. Tanto es así que se plantea quedársela, aunque mejor pensado… una gringa con la cartera bien llena le arreglará cerca de un mes de maíz, leche y frijoles.

Aprendió a los ocho años y desde entonces se ha convertido en su sustento. Al principio junto con su madre surtían de prendas de diario a buena parte de San Marcos y alrededores, después, con la arribada de grupos de turistas ávidos de tradición, tuvo que cambiar el método y hacer como que parece. Así, satisface a sonrientes y confiados extranjeros quienes, alucinados por el cambio del quetzal, no dudan en aprovisionarse de llamativos souvenirs guatemaltecos.

Alma vuelve a extender y admirar su huipil recién acabado, siente que este ha salido de sus mismas entrañas, vence de nuevo las ganas de quedárselo y enfila por fin el trayecto que le lleva al mercado.

Carmen

Lleva un par de días en el país y el jet lag la tiene algo desconcertada. Al vuelo Madrid-Miami, le siguió otro hasta la capital que al llegar de madrugada, le descolocó el inicio del periplo centroamericano. Menudo bautizo aéreo, ella que jamás había subido a un avión, tomó el primero de su vida para cruzar el Atlántico.

Además, el grupo. Como única mujer se siente arropada y extrañada a la vez y se encomienda a menudo al mejor no pensar. Seleccionada de entre cientos de aspirantes, Carmen inicia su aventura como casi arqueóloga que es y se enrola en tamaña empresa: cuatro hombres y una mujer, veinte días, mucha selva y un documental que grabar. Tercer día y va adaptándose. Comienzan las bromas, distendido el ambiente es hora de empezar a trabajar. Tras unas primeras tomas, hielo roto, respira hondo. El resto de la jornada se destina a viajar en un curioso chicken bus a la zona del lago Atitlan. La llegada resulta espectacular, el sitio es maravilloso. Aquí, ella hace grande su mundo y lo amplia de tal forma que mentalmente decorará su particular mapamundi.

El paseo por San Marcos es una verdadera delicia, al final de un abigarrado barrio se abre una pequeña plaza donde las mujeres locales venden artesanía a los turistas, que se acercan a admirar las maravillas que manufacturan.

El encuentro

Al fondo Carmen presencia una escena que la detiene. Un niño de unos diez años precede a una mujer que debe ser su madre. Hay algo en ellos especial, algo mágico. Diera la sensación que ambos llevan impresa en sus rostros la belleza del lugar, la sutileza de sus ademanes parece acompañada de una dulce melodía. Carmen queda prendada. Se acerca y con mucho tiento les dirige una sonrisa. Pablo, el cámara, entiende al momento el golpe de barbilla del director que voraz en contenidos lo ve claro, comienza a grabar.

Ambas se miran mientras el niño reparte el género encima de una tela cuajada de brillantes flores bordadas.

Marlon no entiende, normalmente las gringas vuelcan el cuerpo entero encima del puesto y comienzan a tocarlo todo. Esta algo bobalicona les observa anonadada.

Alma comprende y recuerda aquel bello cuento de su abuelo:

Hay grandes corazones en todas partes y cuando dos se encuentran, por muy diferentes que sean, una magia opera y detiene el tiempo. Los fueguitos del alma se reconocen. Cuando te ocurra, querida Almita, disfrútalo.

Carmen escoge de las manos de Marlon un maravilloso huipil confeccionado a mano. Alma quiere regalárselo, pero ella se niega.

Le paga tres veces lo que le pide y se despide, toda apego y ternura, llevando la mano cerca de su corazón.

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