La estación de tren se encontraba vacía. El sol de las tres de la tarde,  la tierra ocre del entorno, el silencio de aquel pueblo apenas interrumpido por la brisa que se topaba contra un pasto seco. Pero esa paz, traspasaba el prisma furioso con el que sentía este mundo bajo mis pies, y la descomponía en una soledad aterradora, oscura, lejana, y fría. Y el odio me embestía y anegaba mi razón.

Lo veo venir. Se sienta a unos metros de mí. Saca, de una bolsa de supermercado toda arrugada, una naranja y comienza a pelarla. El contraste de su piel negra con el de la fruta se vuelve una novedad cromática para mis últimos grises minutos.

Come la naranja con ganas y alegría infantil. Su ropa, es la ropa gastada y sin talle que pertenecería a varios otros antes que a él.

Notó que se incorpora, camina hacia donde estoy,  y me pregunta: -¿Quieres? Extendiendo, hacia mí, una naranja, mientras esboza una sonrisa enorme y tierna.

La rechazo, con una amabilidad exagerada, torpe, avergonzada y agradecida.  Me sonríe y  se aleja. El tren  llega. Subimos, me siento, me calmo y desde el andén mi odio me saluda.

 

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