Ese anciano ya era parte de la central ferroviaria de Varsovia, donde se había ido estableciendo poco después de finalizada la guerra. Un rincón, diarios, mantas gastadas y una maleta eran su residencia y mobiliario. Llevaba décadas escudriñando, con expresión de esperanza, trenes y gentes que iban y venían. Bien erguido, su cuerpo llevaba puesta, con frío o calor, cual ropero andante, o como una cebolla, la casi totalidad de sus ropas. En ese hogar, junto a sus pertenencias tenía siempre un vaso con algún crisantemo o alhelí. Algunos, con sorna, le preguntaban cuando llegaría su novia. Otros, en cambio, lo compadecían con afecto, y a veces le dejaban algunas monedas, panes o lo que fuese. Él agradecía. Y su mirada seguía recorriendo rostros y figuras que iban y venían. Ya se acercaba el fin del milenio pero seguía viva la imagen de la última vez. En aquel entonces, desde el andén, en filas que los conducían a distintos vagones, empujados por pulcros uniformes, la oyó llamarlo y gritar que lo buscaría en ese mismo lugar. Y con interminable paciencia, está esperándola.
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