El anciano cruzó lentamente la estación y desde el andén contempló el ocaso en el horizonte. Aquel lugar estaba desierto, desvencijado, como si estuviera abandonado. Pero él sabía perfectamente que el tren pararía allí mismo, había hecho muchas veces aquel trayecto. Así que se sentó en un banco a esperar, disfrutando de esa sensación de inquietud que le invadía cada vez que emprendía una nueva travesía.

Al cabo de un rato, escuchó a lo lejos un silbato y divisó una columna de humo negro. Poco a poco se fue dibujando la silueta de una locomotora de vapor, que fue frenando hasta que quedó parada justo delante de él. Se percató, mirando a través de las ventanillas, que iba bastante vacía. Ahora la moda era viajar en medios más modernos, pero él encontraba muy gratificante pasar por túneles y paisajes en aquella pequeña cafetera, despacio, sintiendo cada traqueteo de los raíles.

Por la puerta del vagón central descendió el revisor, uniforme negro, enjuto, de faz angulosa, casi esquelético. Miró con desconfianza al viejo, y sonrió nervioso:

– Sr. Hércules, ¿De nuevo billete de ida y vuelta?

– No, estimado Caronte. Esta vez no regresaré, es mi último viaje.

 

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