Hay momentos en la vida que el propio e inevitable destino nos obliga de manera cruel y despiadada a tomar decisiones que jamás imaginamos y que nos cambian, en un abrir y cerrar de ojos, todo lo que conocemos y amamos. Eso me pasó unos meses atrás.

Vivía tranquilo, en un lugar de ensueño, bendecido por Dios, donde todos nos conocíamos y podíamos caminar por las calles destapadas sin sentir el más mínimo miedo; aunque nuestro país era azotado por una ola de violencia, que por fortuna no había tocado las puertas de mi pueblo.

Todo cambió.

Un día, cualquier día, gente extraña empezó a rondar el pueblo. No hablaban con nadie, sólo observaban cual águila imperial que surca los cielos para lanzarse abruptamente sobre su presa y fue precisamente eso lo que hicieron. Una noche mostraron sus dientes, sus armas y dejaron ver una lista de personas indeseables a las cuales conminaban a salir o morir. Mi nombre estaba ahí.

En mi interior revolotearon una serie de sentimientos contradictorios que me impedían entender la situación. Quise revelarme; pero mi instinto de supervivencia y el pánico característico que se produce ante una amenaza de muerte me indicó que el único camino posible era emigrar para salvar mi integridad.

Hui en el primer autobús que pasó por la carretera que circunda mi pueblo, sin saber exactamente a donde iba ni cuando llegaría. A la larga eso no importaba. Daba lo mismo estar en cualquier lugar, porque donde estuviera, mi corazón iba a estar desgarrado y sangrando, aunque nadie lo viera, añorando todo lo que era y ya no es.

Cuando el conductor dijo “hasta aquí llego”, me bajé del autobús para enfrentarme a lo desconocido, a un destino que no había elegido; pero que tenía que enfrentar si quería seguir viviendo. Cerré los ojos, con fuerza, deseando que al abrirlos me hallara de nuevo en mi pueblo, que todo había sido un sueño, un mal sueño; sin embargo, cuando lo hice, nada cambió. La realidad era dura e inexorable, me encontraba en una ciudad extraña, lejana y desconocida, con un clima diferente que me golpeaba con rudeza y para el cual no estaba preparado. Revisé mis bolsillos. Unos cuantos billetes con los cuales compré una chaqueta barata y alquilé una habitación en un pequeño hotel del centro de la ciudad.

Que momentos tan oscuros viví en esos primeros días. Por las noches trataba de entender como unos desconocidos me habían despojado de mi vida en un santiamén y buscaba la forma de recuperarla. Fui a la policía, a la procuraduría, a la fiscalía y a cuanta institución me recomendaban; pero la respuesta no era la que yo esperaba.

Un funcionario me recomendó que me olvidara de mi tierra porque la guerra sucia en esa región del país se había agudizado a niveles insoportables hasta el punto que el número de muertos ya era considerable, a pesar de los esfuerzos que el gobierno hacía para detener la violencia.

Esas palabras resonaron en mi mente durante varias semanas. Era consciente que, si el gobierno no podía hacer nada para recuperar la tranquilidad de mi terruño, era condenarme a ser un migrante durante el resto de mi vida, olvidarme de mis costumbres y en cierta forma de mis coterráneos, para acoplarme a una cultura ajena a la mía.

No tuve alternativa; si bien no sé cuánto tiempo pueda soportar, lo cierto es que a lo lejos está mi pueblo natal, aunque lo llevo dentro de mi corazón.

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