Las gotas resonaban con la fuerza en aquel lugar. El lento avance del reloj, con su lejano tic-tac, marcaba el comienzo de una nueva jornada. Los pasos de los transeúntes, ajenos al lento batir de las alas, se dirigían presurosos a su destino. Cientos de personas discurrían por la estación cada día. Muchos eran trabajadores. Había estudiantes entre ellos. Pero ninguno lo bastante interesado para oír el lastimero sonido que llegaba desde arriba, escondido en el tejado.

Había sido una noche infernal. Los rayos cubrieron el cielo, el agua caía como en cascada, impidiendo que pudiera ponerse a cubierto a tiempo, y ya llevaba varias horas de intensa agonía, debilitado, hambriento y sediento. No tenía esperanzas de salir adelante. Sus alas no le respondía, y las gotas de agua que seguían cayendo por el canalón, amortiguaban su desesperada llamada de auxilio.

Fue una temeridad alejarse tanto del nido, pero había contado con regresar a tiempo y esquivar la tormenta. Se había equivocado, y el salvaje viento le había golpeado contra el duro tejado de pizarra de la estación. Y ahora, sólo podía esperar que su tormento acabara cuanto antes.

Desde el andén, nadie notó la muerte de otro pájaro más.

 

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