Dicen que los ojos son el espejo del alma, pero yo no suelo mirar a los ojos. No es por timidez, digamos que es una cuestión de imperativo físico. Desde mi perspectiva, lo que más veo y miro son los zapatos. Dicen mucho de quienes los calzan y en cierto sentido marcan sus pasos. ¿Quién se encarama en unas agujas de vértigo a las ocho de la mañana, si no es porque quiere impresionar? Y esos mocasines acharolados y lustrosos que casi me pisan, padecen estrés, seguro. También los hay viejos y sucios, arrastrando penas como losas bajos sus tapas roídas. Pero hoy me quedo con las bailarinas de plata que han venido hasta mí, saltarinas, para dejarme caer dos monedas canturreando canciones. He intentado alzar la vista, pero se han ido corriendo antes de alcanzar sus ojos. No importa, los he visto desde sus zapatos. ¡Dulce inocencia! Yo antes viví como ellos, de un lado a otro, hasta que tuve mala suerte y mi tiempo transcurre hoy, sin pies que calzarme, observando zapatos  desde el andén.

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