¡No! No le pidan que corra un tupido velo y se olvide de aquello. Nunca podrá hacerlo.
Su mirada perdida delata incomprensión. No sólo hacia el maquinista que hiciera descarrilar el tren -¡Maldito descuido!-, sino hacia el caprichoso destino. ¿Por qué aquel tren? ¿Por qué aquel día? ¿Por qué aquel dichoso vagón?
Volver a su tierra. Un simple deseo hecho añicos en las vías, entre amasijos. Respirar mar. El anhelo que se desvaneció al caer la tarde, antes de llegar… El mar. La mar. ¡Sólo la mar! Imposible revivir las palabras de Alberti. Su vida; un castillo de naipes desmoronado tras un violento traqueteo. Arrebatada por el azar.
El mensaje que recibiera, minutos antes del accidente, perdurará eternamente en su móvil:
−Tren llegando… Ponla ahora!!
Y ambos, mecánicamente, sintonizaban “Fly Me to the Moon”: su código secreto.
Quedará esa canción. Repetida en su visita semanal desde el siniestro. Rememorada nada más pisar la estación, mientras deambula entre el gentío, sin advertir su ausencia.
Desde el andén, todos los miércoles de su vida, Sinatra le seguirá acompañando, pasadas las ocho y media de la tarde. Siempre. Hasta que el destino llame a su puerta.
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