Soy Angume. Esta es mi arma. Mato a los enemigos de mi pueblo, los que destruyen mi país y por eso ya no lloro. El comandante nos guía para acabar con las aldeas que ayudan a los soldados. Yo soy más fuerte que los otros niños y los ametrallo cuando corren a esconderse asustados. Ahora estoy en la noche, y veo allí arriba entre los árboles el cielo negro y las estrellas. Todos se han ido. Solo oigo los sonidos de los animales que cazan y se llaman en la oscuridad. He rodado con mi fusil por el terraplén al sentir mi pecho abrasarse cuando los estampidos y destellos de las armas nos han sorprendido entre la espesura. Estoy quieto en el fondo para no alertar al enemigo. He perdido mi amuleto de vida al caer. Hace frio. Mi mano esta empapada del líquido oscuro de mi camisa que sale lento de mi cuerpo.

Ella corrió hacia los hombres que se llevaron a los niños a culatazos y consiguió ponerle al cuello el lazo con el pequeño trozo de marfil tallado, antes de que la derribaran. No tenía nada más ni podía hacer otra cosa para protegerle. Nunca habían llegado los guerrilleros a la aldea y solo desde hacía días habían escuchado las detonaciones a lo lejos. Entonces deseó que las lluvias se adelantaran y cegaran los caminos para que la amenaza se detuviera. Ella no sabía por qué ahora aquellos hombres se mataban y no cuidaban sus campos y a sus animales, pero temió algo malo después de ver pasar aquellos vehículos con blancos que no les miraban.

Todo pasa por algo, lo sabe. Si hay sequía, no hay cosecha y el ganado muere de sed. Si la langosta llega, todo se habrá perdido ese año. Pero aquello no lo entiende. Los niños son niños y los hombres, hombres, y cada uno ha tenido siempre sus tareas, y todo estaba bien. Después que se llevaran a los pequeños y los jóvenes se fueran a las armas, todo se derrumbó. Los vientos y los cielos no habían protestado, pero los campos quedaron abandonados y los animales sueltos. 

Las alimañas se comerán el cuerpo niño de Engume y ellas serán también un día comidas por otras. Alguien le disparó. Quizás otro menor seguro de la protección de su talismán de vida que le cosquilleba en el pecho.

Ella vio como las ásperas manos negras del abuelo tallaban el trocito de marfil para el niño, que agachado junto a él veía ensimismado como la forma de la serpiente iba mostrándose. Cuando estuvo acabada escuchó como el viejo le explicaba al pequeño que era la Mamba del Tamboti que así, puesta en pie, alejaba todos los peligros. Entonces ella sonrió porque siempre recordaba al anciano inventando historias que encantaban a los niños, pero sin otra cosa para defenderle, cuando vio que se lo llevaban pensó que quizás fuera cierto lo que el abuelo contaba, que había magia en el amuleto y se lo devolvería vivo.

Ahora mira el inmenso y polvoriento campo con las miles de tiendas apretadas en aquella tierra extranjera, donde el miedo y el hambre los ha empujado a ella y a los suyos. Dos hijas y el abuelo quedaron en el camino. Piensa en Engume vivo y sonriente con su camisa abierta y su blanco talismán destacando en su pequeño cuerpo negro, y de pronto, se levanta de un salto, recoge su manto y corre con el vacio contenedor de plástico hacía la polvareda que levantan a lo lejos los camiones del reparto.

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