Su aspecto se degrada, crece su barba y sus ropas se ensucian mientras su cuerpo languidece dentro.

   -No está la mancha -repite constantemente mirando al suelo.

   Llevo semanas observándolo. Nadie más parece reparar en él. Siento el impulso de hacer algo absurdo y pinto una mancha allí donde mira cada día. Sonríe. Su mirada de felicidad infinita asciende desde la mancha hasta encontrar mis ojos, entonces se torna ladina provocándome un escalofrío que me paraliza. Pisa la mancha despacio, muy despacio, como a cámara lenta, sin apartar su mirada enfrentada a la mía. Inclina ligeramente su cabeza y me señala con el dedo. Desaparece, la  mancha se desdibuja y yo quedo atrapado en ese anden hasta que la mancha vuelva a aparecer y otro ocupe mi lugar. Desde entonces me observa cada día desde el andén,  después, desaparece en el mismo vagón, a la misma hora.

   Estoy atrapado. Esa mujer por fin parece entender y pinta una mancha en el suelo. Sin pensarlo la piso y corro al interior del tren antes de que sea tarde. La culpa me invade tan solo un instante. Ahora somos dos los que observamos cada día desde el andén.   

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