En los ojos de aquel cuarteto pueril se reflejaba la inocente ignorancia propia de sus edades. Su madre con angustia rodeaba sus tísicos cuerpos castigados por el hambre. En el octavo vagón el hombre dejaba caer sus lágrimas enmascarado por el cristal del tren. Su corazón no estaba acostumbrado a los cambios de estación y la impotencia de no saber de su vuelta le consumía lentamente. Su compañera no tenía ya lágrimas, ya no había nada que llorar. Allí ya no había donde buscar y la esperanza de la vida, esa que todo el mundo dice que nunca se extravia, viajaba en su maleta vacía. Quizás la llenara pronto de ilusiones con las que volver, quizás no. Desde el andén el silbato anunciaba su partida en la estación de la desesperación, destino: la incertidumbre.

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