Sentía que llevaba las medias rotas, le molestaban sus bragas de finísimo encaje y  había perdido un tacón. No tenía ni idea de donde estaba su bolso de Gucci, ni sus pendientes, pulseras y anillos pero tampoco los echaba de menos. No se había mirado con detenimiento pero sospechaba que se había roto alguna de sus cuidadas uñas y que el esmalte de otras varias había saltado. Su melena, tan cuidada  y ordenada habitualmente,  lucía salvaje y descontrolada. Tampoco le preocupaba mucho, dadas las circunstancias y hubiera pagado lo que fuera por un trozo de cinta que le permitiera alejarla de su cara y de sus ojos. Necesitaba ver.

Tenía que poner todos sus sentidos en lo que estaba haciendo. En toda su vida jamás había sentido las sensaciones y emociones que ahora la invadían, generándole un vértigo tan peligroso como atractivo. Era peligroso porque para ella era arriesgado  todo lo que no era habitual en su vida,  lo que no estaba incluido en su programa habitual de actividades y por tanto,  no formaba parte del plácido universo de  su existencia. Hasta entonces, todo lo que no era bello, cómodo y agradable eran aspectos  de la realidad con la que no debía ni podía relacionarse. No era su mundo y  ella estaba incapacitada para comportarse, para entender y sobrevivir en un contexto que no estuviera marcado por el lujo, el exceso y  la comodidad.

Sin embargo la  situación que estaba viviendo la fascinaba como una película de terror sangrienta y llena de violencia, que se ha de ver hasta el final, porque es imposible abstraerse del inconfesable atractivo que ejerce. Sí, aunque pareciera mentira, la experiencia que estaba viviendo que  cualquier colega de su clase social calificaría directamente de pesadilla  suscitaba en ella reacciones totalmente inéditas y desde luego, no enteramente satisfactorias. Era imposible sentirse satisfecha entre tanta miseria y desesperanza. Oliendo la miseria y la podredumbre. Percibiendo como algo real y sólido el miedo y la alienación total. Era impensable sentirse cómoda entre la suciedad y el caos.

 Pero algo había cambiado, algo que nadie  podría entender porque ni ella misma lo comprendía. Algo que  la había cambiado por entero, desde su manera de andar a su forma de respirar. Por primera vez, desde que podía recordar,  se sentía viva. Había dejado de sentirse como una muñeca mecánica, que funcionaba con un mecanismo interior carente de corazón, para sentirse como un ser humano caliente, sudorosa, vacilante, llena de taras y dotada de un don exclusivo y trascendental: el de ser capaz de  resistir y sobrevivir de la única forma posible. Hasta entonces su vida y su supervivencia habían sido experiencias formalmente colectivas pero esencialmente solitarias, donde la soledad y el aislamiento eran las garantías frente a las agresiones o intromisiones. Así había vivido protegida en su torre de marfil, blindada frente a los intrusos, ajena al mundo y a la vida.

Ahora había descubierto la otra opción que le permitía reconocer su humanidad, y sustentar su supervivencia en la solidaridad y el apoyo mutuo. Una opción que sellaba el inmenso vacío con el que  cada noche se iba a dormir y que adormecía esa temible sensación de estar muerta en vida, embalsamada  con las mejoras galas pero despidiendo ya un olorcillo desagradable. Nunca hubiera creido que aquel comedor social tan cutre, gestionado por esas personas tan vulgares y  que daba servicio a seres tan desposeídos de dignidad fuera el lugar donde ella,  hija del lujo y la ostentación, ocupante de pleno derecho de un  lugar privilegiado en la sociedad  donde nadie juzgaba su apabullante inhumanidad,   fuera a encontrar la paz. 

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