Y nuestras miradas se cruzaron…

Y nuestras miradas se cruzaron…

I -YO.

Era lunes. Un lunes cualquiera de esos que siguen a los domingos; de esos en los que nos cuesta abrir los ojos al escuchar la llamada del deber materializada en el molesto timbre de un despertador. ¿Por qué tienen que sonar así? Resulta tan desagradable… ¿Qué esfuerzo suponía a los creadores de tan infernal aparato, haber escogido el canto de los pajarillos o nuestra canción favorita para despertarnos? Sí, sé que existen los teléfonos móviles, pero yo soy una de esas personas que prefiere lo tradicional, lo de siempre… A pesar de que también, siendo lunes por la mañana después de un domingo cualquiera, lo odie.

Era pues, un lunes cualquiera que seguía a un domingo cualquiera. El despertador sonó, igual que cada mañana, y mis ojos se abrieron muy despacio, como si un enorme peso me sujetara los párpados impidiéndoles levantarse para dejar entrar la luz el día. Sin embargo, los lunes hay que abrir los ojos. Hay que levantarse, vestirse, lavarse, desayunar y volverse a lavar, y sólo después, hemos de salir a la calle para enfrentarnos al mundo. Es la única manera de que haya más lunes cualesquiera para la gente normal: Gente que se despierta con un desagradable timbre perforando sus tímpanos, se viste, y sale a la calle para, tras una lucha frenética con el tráfico, los desechos que otra gente normal arroja al suelo, las inclemencias del tiempo, la pesadez de sus músculos y huesos, y el temido y veloz paso del tiempo, poder dirigir sus pasos hacia ese lugar que tanto maldecimos y del que tanto nos quejamos a veces: El TRABAJO.

Era, pues, un lunes cualquiera para la gente normal que iba al trabajo. Gente que camina y conduce como si fueran pequeñas hormiguitas, con una idea fija que les impide ver lo que les rodea. Ponen el piloto automático en marcha, y se dejan llevar por la rutina sin darse cuenta de que junto a ellos hay otra persona que se ha levantado esa misma mañana, y que después de todo un ritual, ha salido a la calle para dirigirse también a su trabajo. Y más allá, hay un pequeño que va al colegio para estudiar lo que quizás el día de mañana le proporcione medios para sobrevivir. Y en la esquina hay una anciana que sale a comprar la verdura que comerán ese día ella y sus nietos. Y si caminan un poco más, se cruzarán con el taxista que ha empezado a trabajar esta semana, y que aún confunde el nombre de las calles. Y ninguno de ellos, islas en una sociedad aislada, se ven entre sí. Tampoco lo ven a él. Y no me ven a mí.

Porque yo no soy yo una persona normal. No me gusta el despertador, y aun así abro los ojos, me levanto, me lavo, me visto y desayuno y me vuelvo a lavar; y lo hago cada lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo, como si cada minuto de cada uno de estos días fuera una novedad. No existen los lunes cualesquiera para mí, ni los domingos cualesquiera. No pongo el piloto automático. No camino ausente entre islas, ni me dejo llevar por la rutina, pues la vida no es rutina, sino colores que se expanden y nos rodean llamando nuestra atención: Hay azules, rojos, verdes, amarillos, naranjas y también grises… Y yo los veo todos. Veo el rojo ira del conductor que grita porque alguien se ha cruzado en su camino sin mirar; el verde esperanza del taxista que por fin hoy va a cobrar; el naranja amistad del niño que corre en busca de sus compañeros de colegio… y el gris. Hoy he visto TU gris. He visto cómo pasa la gente junto a ti; cómo pareces observar el vacío con la mirada perdida en la gorra que descansa junto a tus rodillas magulladas. He visto tu desesperanza, tu falta de fe, tu dolor y quizás también tu resignación. Y he visto a tu único amigo, abrazado a tu cuerpo con ternura, dándote calor y compañía; la misma que ninguna persona puede darte. Aunque nadie más te ve cuando pasan por tu lado, ignorándote como si ya fueras un fantasma, yo lo hago; aquel lunes cualquiera me detuve, suspiré, levanté los ojos, y vi un rayo de luz en los tuyos cuando nuestras miradas se cruzaron.

II-TÚ.

Era lunes. El lunes normal que va tras el domingo normal, pero para ti, lo mismo podía ser martes, que jueves. Todos los días son iguales en la calle. Todos los días, lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo, despiertas en la misma esquina, aterido de frío y sucio, cansado, y hambriento. Ningún timbre desagradable suena para ti. No es necesario, cuando los verdaderos pajarillos te cantan una canción, cuando tu música favorita, la del viento, silba para despertarte. El sol abofetea tu cara, y eso te gusta, porque si no lo hace es el frío el que te muerde, muy despacio, tratando de alcanzar tu yugular.

Era lunes, importe lo que importe eso, y como cualquier día de tu vida, te levantaste encogido de frío, dejando que tu compañero de desventuras te rodeara de nuevo para darte calor; no hizo falta que te vistieses porque no tienes más ropa que ponerte que la que ya llevas. No te lavaste más que la cara con el agua de una fuente; y no desayunaste. Nunca lo haces. Comes una vez al día si hay suerte, y lo que consigues lo compartes con él. A veces, por la noche, sé que rebuscas en los contenedores que hay detrás del centro comercial cerca de donde pasas el tiempo, mas también sé que te avergüenza hacerlo; es sólo que no quieres morir de hambre, y mucho menos que él sufra las consecuencias. Miras a todos lados cuando estás rebuscando, y luego sacas una bandeja de jamón, o un pack de yogures, y los contemplas durante unos segundos entre obnubilado y excitado: Es comida. Es comida envasada que han tirado sin siquiera probarla. Comida desperdiciada sólo porque debería haberse consumido, preferentemente, el día anterior. Tú sabes que eso no es exacto. La primera vez no tenías ni idea, cierto. Lo abriste y lo probaste. Total, si te morías, nadie se iba a dar cuenta ¿Verdad? Y en ese momento era mejor comer que morir de hambre. Así pues, comiste aquel jamón y aquel queso, y al ver que estaba bueno, volviste al día siguiente y comiste otras cosas. Siempre mirabas alrededor furtivamente: Te daba vergüenza hacer aquello; era como si robaras, aunque no robabas. Lo habían desechado, pero… pero es que… ¡Es tan inexplicable! ¿Cómo se puede tirar a la basura la comida en buen estado, con la cantidad de gente que muere por no comer, y no ya en África sino a la vuelta de la esquina? Sin duda, debías de sentirte maravillado al encontrar aquellas cosas, y a pesar de todo, seguías yendo a escondidas, avergonzado.

Era un lunes cualquiera de tu vida, y de nuevo, habías cumplido con tu rutina, como todo el mundo, aunque para ti tenga mucho más valor. Lo tiene el hecho de poder abrir los ojos un día más. Tú lo sabes bien. Tiene mucho valor despertar junto al mejor amigo que jamás has podido tener. Eso también lo sabes. Por esa razón, valoras cada día, cada mañana, cada pequeña rutina, como si fuesen únicas. Dejas que la gente pase por tu lado sin verte, y los compadeces porque ellos no tienen el sol, ni la tierra, ni el mejor amigo del mundo; porque ellos despiertan todos los días como si fueran días normales y repetitivos, y se quejan de su trabajo, y de tener que madrugar, y del tráfico y la suciedad, y se quejan de los que rebuscan en contenedores y se arrodillan en la acera, mugrientos, desarrapados, gente vaga que no quiere trabajar como ellos porque supone mucho esfuerzo. Claro… En realidad, ellos preferirían estar rebuscando en la basura y dormir entre cartones, con el cielo como techo incluso cuando tiene goteras.

Aunque lo cierto es que no te ven. Pasan por tu lado y ni te miran. No tienen tiempo, el tiempo corre y los devora. Y cuando miren atrás, un día cualquiera de sus vidas, verán que han dejado a sus espaldas muchos días cualesquiera, normales, sin interés, que podrían haberse saltado sin más. Son vidas vacías, tristes, llenas de dolor y quejas…

Pero para ti no era un lunes cualquiera. Ni para mí. Yo no soy normal, y tú tampoco. Ese lunes levantaste los ojos, me viste, una sonrisa se dibujó en tu rostro… Nuestras miradas se cruzaron.

III-ELLOS.

Era un día. Lo sé porque no era una noche: El sol brillaba, y los pájaros habían empezado a cantar. Me gustaría cazar a uno para que entre los dos nos lo pudiéramos comer, pero a él no le gusta que lo haga. No lo entiendo, y me riñe. No me riñe porque esté enfadado conmigo… La verdad es que nunca lo está. Las voces que me da son sólo porque si no, no lo entendería. Así que, como da voces, entiendo que no quiere pájaros, pero no lo entiendo a él: Tiene frío, y llora por las noches, y sus tripas le suenan. A mí también, pero yo me las apaño con las sobras de la basura. Él no. A veces, cuando las tripas le suenan mucho, rebusca un poco, la verdad, pero tampoco es capaz de encontrar gran cosa. Él no puede roer huesos… Y me da mucha pena.

No lo entiendo, porque no lucha. Cuando sale el sol, simplemente se incorpora un poco. Yo le lamo la cara para animarlo, y luego se deja abrazar por mí, ya que así le puedo dar calor, especialmente en invierno. Los cartones no ayudan mucho… Y encima después busca agua, y no precisamente para beber: ¡Se moja la cara! Para mí no es divertido. En verano sí, pero en invierno no. No sé por qué lo hace, pero yo no le molesto porque mientras se da agua en la cara, yo siento que todo está bien. Lo hace siempre. Si no lo hiciera, como aquel día que, aunque brillaba el sol y los pájaros cantaban, él no quiso levantarse, entonces sí me asustaría. Aquel día me asusté mucho y ladré mucho, e incluso quise buscar ayuda, pero la gente rara que pasa por delate de nosotros sin vernos, seguía sin vernos, o lo que es peor, huía. No sé por qué no nos ven, aunque tampoco es que vean a nadie. Hablan mucho, más que mi amigo, pero yo creo que no se entienden tan bien como él y yo. Nosotros no necesitamos hablar el mismo lenguaje para entendernos.

No… Ese día no fue normal y me asusté. No quiero que vuelva a pasar. NUNCA. No quiero que mi amigo se duerma y no se despierte más. Aquella vez yo lo abracé fuerte después de que nadie nos viera, y aunque tardó, al final se despertó. Estaba frío, pero yo no, y creo que se sentía bien.

No solemos movernos de esa esquina si no es para buscar comida después de que su trozo de tela, el que pone siempre a sus pies, tenga unos cuantos objetos duros y redondos que a mí no me deja tocar. A veces hay papel, y cuando hay papel, se pone muy contento, y llora. Y yo le doy lametazos por todas partes y lo abrazo. El papel le gusta mucho, así que yo también le traigo algunos que encuentro por ahí. No son iguales… son blancos y negros, y la gente los tira, pero a él le gustan porque se ríe y me da una palmada en la espalda. Sin embargo, no se levanta corriendo como hace cuando los papeles están en su trozo de tela y entonces sí, vamos de caza. O algo así. Lo sé porque después comemos, y es cuando más me habla. Es feliz en esos momentos, y lo sé porque habla mucho, y no grita nada. Y quiero que siempre sea así: Que se levante, yo lo lamo, lo abrazo, él se echa agua en la cara, pone el trozo de tela en el suelo, y espera que caigan objetos duros y redondos, o mejor, papeles.

Y una vez más, era un día, porque no era una noche; mi amo se había despertado, se había dejado lamer y abrazar sin que nadie nos viera, como siempre. Yo ya creía que era así. Los seres de dos patas como mi amigo deben de ser ciegos; puede que hasta sordos, porque no oyeron mis ladridos aquel día. O ¿Quién sabe? Quizás sólo son sordos y ciegos de vez en cuando, ya que a veces sí ven y sí oyen. Me desconciertan.

Ese día que no era noche, también me desconcertaron. Mi amigo no se había levantado aún para echarse agua en la cara. Yo aún lo abrazaba. La gente aún pasaba sin ver… Pero de pronto se detuvo. ELLA se paró, suspiró, levantó los ojos… Nuestras miradas se cruzaron aquel día.

EPÍLOGO.

Y todo cambió. Bueno, los días seguían siendo días porque no eran noches, y yo seguía durmiendo con mi amigo, lamiéndole la cara, abrazándome a él, viendo cómo se echaba agua, aunque ya no sólo en el rostro…

Yo no lo entiendo. Ella no hizo nada de eso que a mi amigo le gusta. Ella no puso objetos redondos en su trozo de tela, ni tampoco papeles. Aunque sí nos vio. A lo mejor eso es lo que cambió aquel día. En su cara se dibujó algo como lo que se dibuja en la de mi amigo cuando le traigo los papeles blancos y negros. Luego se acercó a nosotros y nos tendió la mano -creo que llaman así a las patas que no usan, las que mi amigo sí apoya en el suelo.- Y ¡HABLARON! Hablaron mucho, y se escucharon y se entendieron. Yo no comprendí nada. Había palabras sueltas, como comer, o dormir, que sí conocía, mas a pesar de eso, no podía saber de qué hablaban. No obstante, mi amigo y yo siempre nos hemos entendido muy bien, y yo sabía perfectamente que él era feliz, que estaba contento y nervioso, y que algo había cambiado para siempre. Cuando se puso de pie sobre sus dos patas, y me acarició la cabeza, yo decidí también tenderle la mía a aquella persona que nos había visto, que se había parado y nos había oído, y que no nos había dado nada de lo que a mi amo le gusta; sólo la mano.

Y todo cambió aquel día que no era noche. Ya nunca es noche, de hecho, porque ahora, cuando el sol deja de calentar, nosotros nos vamos a un sitio de esos en los que antes no nos dejaban entrar. Hay mucha gente que sí nos ve, y gente que nos da comida sin necesidad de objetos redondos o papeles. Y trapos para mi amigo -ropa de segunda mano, las llaman, aunque es igual que la que llevaban las personas raras que no nos veían-. Y se moja entero, como cuando es verano y quiere jugar. Y además, todos los días normales salimos a la calle los dos juntos, con muchos de esos papeles en blanco y negro que yo le regalaba a él, y la gente lo ve un poco mejor ahora, e intercambian cosas -papeles por más papeles y cosas duras y redondas- y mi amigo dice que está trabajando. Trabajando debe de ser bueno, porque él es feliz. Y si él es feliz, yo soy feliz. Y ELLA también lo es, aunque ella dice que no está trabajando. Se lo dice mucho a mi amigo cuando hablan, por eso recuerdo las palabras: No estoy trabajando. Soy voluntaria. Lo hago porque quiero y así soy feliz. Y debe de ser verdad, porque los dos sonríen…

Aquel día fueron nuestros destinos, a través de nuestras miradas, los que se cruzaron.

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