Argentina – 1989

Pocos días para el aniversario de fallecimiento de la señora Martina. Todos la recuerdan por sus largos cabellos grises y porque solía pasear por el barrio como un fantasma sin dominio de su propio cuerpo, parecía rozar el piso con sus pies y su ser se balanceaba de un lado a otro.

Por ese motivo Paola; una de sus nietas de trece años, ojos claros y un menudo cuerpito, que era de interesarse en las indagaciones y los temas místicos, visitó la antigua casona de construcción colonial que pertenecía a su abuela. Allí se podía observar un techo de tejas rojas desgastadas, las paredes color crema e imperfecciones que caracterizaban la anticuada construcción. Esta casa estaba llena de habitaciones y aparentaba una casa de hospedaje; cada cuarto muy bien amueblado con característicos objetos, relojes antiguos, bordados, entre otros.

La niña fue con el propósito de rescatar algún objeto que le ayudara a sobrepasar la triste y notable  ausencia de su abuela.

Ella entro sola a la casa con la llave de su madre, husmeó pedacito por pedacito la cocina donde encontró una fotografía de Martina con su esposo y sus hijos; estaba todo  intacto como ella lo había dejado, nadie se animo a tocar algo o por lo menos limpiar este edificio. Paola solo miró este lugar y no encontró nada particularmente llamativo porque solo habían alacenas, una heladera, muebles, la cocina a leña, todos repletos de polvo y telas de arañas.

Imágenes de la mujer de cabellos grises yendo de aquí para allá la llevaron al living. Encontró allí una especie de sillón que se hamacaba solo, sus delgadas piernas temblaban y su voz se apagó, intentaba caminar y no podía; ella se asustó demasiado y cayó inconsciente en el suelo. Luego de unas horas despertó desentendida y de forma inmediata se alejo de esa habitación.

En una de las tantas habitaciones le llamó la atención un vestido colgado sobre un maniquí, cubierto con canutillos y mostacillas, curiosos y pequeños detalles que sirvieron de excusa para ingresar a la sala. Revisó cada parte de la misma queriendo encontrar algo que era muy probable que no hallara, pero con la perseverancia que la caracterizaba continuó. Husmeando en este cuarto, descubrió un sótano que se mimetizaba curiosamente por debajo de la cama. Imprudente cuadrado que estaba muy sellado por la cantidad de tiempo transcurrido. En ese instante recorrió el cuarto con la mirada hallando rápidamente una tira larga de hierro, que le serviría para su propósito. Intentando abrir el pequeño cuadrado la niña lastimó su brazo, profundo tajo que aparentaba llegar hasta los huesos, cubierta de sangre corrió en busca de algún paño para secarse el abundante río rojo oscuro que brotaba de aquella simple herida que había pagado Paola, para abrir el sótano que podría llegar a contener interesantes hallazgos. Sin importarle la situación en la que se encontraba, corajudamente esta personita bajó las angostas y deterioradas escaleras y se encontró con un lugar oscuro, sin un rayo de luz. Con prisa desfiló hacia arriba y encendió una vela que la tomo del cuarto de enfrente donde su abuela siempre las guardaba en caso de algún inconveniente; al volver al sótano se encontró con un mundo de cosas que llegaron a soltarle un par de lagrimas, un  baúl lleno de ropa, joyas, cartas de su abuelo cuando viajó a la India con colegas de la clínica donde ejercía su titulo de gastroenterólogo, el diario íntimo de Martina y factores de menor importancia; una repisa de madera tallada de flores y lianas entrelazadas que mostraban un bello paisaje sobre el macizo, encima de él jarros y ollas de hojalata con agujeros en el fondo, que demostraban su tiempo de existencia; cuadros apilados en un rincón que llamaron su atención, ya que eran obras de uno de los mejores pintores del país que mantenía las mismas características cúbicas en todos sus cuadros; un televisor viejo y lleno de polvo en el suelo; un placar, una cómoda, un reloj antiguo de pared; y un inmenso espejo parecido al de la película “Detrás de los espejos” con forma de óvalo y que gira sobre sus ejes, novedosos en esa época.

Apasionada por la lectura, le intereso leer las vivencias de Martina en su adolescencia y juventud, edad en la que estaría en unos pocos meses más, abrió al azar el preciado diario

íntimo forrado con flores y hojas secas de colores naturales y se encontró con un párrafo que contaba sobre la primera vez de la abuela, no decía la edad, solo detallaba esas noches de amor y pasión que paso con alguien, alguien que la hizo sentir como nunca había estado en toda su vida, cómo habían sido todos esos encuentros que la comprometían y de qué modo engañaba a su madre para ir con esa persona, las consecuencias que le trajo el cambio de su cuerpo al hacerlo y la desconfianza que su madre empezó a tener hacia ella.

Sorprendida por lo preciso y minucioso del texto cerro rápido el pequeño libro, tomo coraje y volvió a entreabrir en otras páginas que decían:

“Salió el sol y allí se encontraba, tirada en el suelo, con un vestidito sucio y escacharrado, su cabello negro recogido en una colita desprolija, sus viejas alpargatas blancas encardidas con suciedad, una muñeca de trapo en manos y una carita de tristeza que transmitía dolor, hambre y pobreza. Quién quiera que pasara por esas calles estrechas notaba su presencia en el suelo húmedo y frío, como sombra de un árbol en invierno, pero obviaba las necesidades de la gente de ese lugar y seguía su camino como si nada.

Y yo me encontraba allí, mirando ese triste paisaje de ignorancia, pensando acercarme a esa pequeña personita descuidada y dolorida, para llevarla a mi casa, bañarla, alimentarla, darle afecto, consideración, todo lo que ella necesitara; pero estaba consciente de que no podía hacerlo. Mirándola, acerqué unos pasos hacia ella, que al notar mi presencia, giró su cabeza hacia mí con el rostro asustado y se acurrucó en un rincón. Esas delgadas piernas me provocaron más dolor de la que ya tenía y se asomó a mis ojos una lágrima que no permití que brotara.

Tome valor y me acerque a hablarle, saque de mis adentros unas palabras vibrantes, pero seguras, “hola, ¿cómo te llamas?” sin contestación alguna y con inseguridad dije “¿tenés familia?”; una voz tímida pero aliviante contesto “no se” mi cara cambio a duda y con tono dulce refuté “¿no sabes si tenés familia?” y la niña contestó “no se si tengo familia, me escape del hogar”. Sin más dudas la tomé de su débil y frágil mano, la subí a mi coche y la lleve a mi casa, aunque estaba consciente de que no podía hacerlo y que si me veían me denunciarían.

Mi hogar se encuentra en la zona oeste de la ciudad, a ninguno de mis característicos vecinos le agrada mi presencia, por esa razón ingresé a dicho barrio muy cuidadosamente y buscando que no me vieran. Luego de bajarla y al llegar frente a la inmensa y maciza puerta de Roble, hice un párate y le expliqué a la niña; que en todo el viaje no habló; que esa era mi casa y que estaba invitada a visitarla cuando deseara y frente a cualquier problema acudiera a mí sin ningún inconveniente. Atravesamos la sala de estar, subimos las amplias  y largas escaleras alfombradas, con barandas de madera pulida y barnizada y fuimos directamente al baño de arriba; era amplio y limpio, paredes con azulejos blancos y azules, todo combinado en esos dos colores, que daban un toque de delicadeza que me identificaba. Cargué la bañadera con agua tibia, y preparé la esponja, el cepillo y todo lo que iba a ocupar. Mientras tanto, la niña esperaba sentada fuera de la habitación, en el suelo alfombrado y observando con sus grandes ojos  verdes todas las partes de la inmensa casa con planta baja y primer piso. Por su cabeza me imagino que, porque al espiar por la puerta se la veía muy pensativa y sorprendida, pasaban infinitas ideas: ¿cómo llegue hasta aquí? ¿Qué estará haciendo dentro? ¿Qué será aquella cosa?

Estaba todo listo para el baño, y fui a la alcoba de mi hija Lucía a buscar algo de ropa para la niña; de la cual solo sabía que se había escapado de alguno de los tantos orfanatos que existían en la ciudad; busqué en los cajones del placar y encontré el vestidito en el cual había pensado para ponérselo, era rojo con florcitas blancas y amarrillas y saqué de la cómoda los zapatos rojos; tenían polvo e indicaban que nadie los usaba.

Lucía era de usar mucho ese vestido, pero cuando se la llevaron de acá, se olvidó de la mitad de su ropita. Tenía solo 7 añitos cuando paso eso, no sé si en estos últimos años supo algo de mí o si recibió los regalos y cartas que le envié. Han pasado ya 10 años desde ese acontecimiento que no quiero recordar y que fue una injusticia, y lo peor de todo es que el padre los cuida.

En la bañadera quedo la imagen de pobreza de la niña recogida. La vestí como una niña rica, los zapatos le quedaron un poco grandes, pero supuse que crecería en cualquier momento, lo que no sabía era si se sentiría bien así. Ella se reservo los comentarios, en realidad no decía nada a menos que yo le preguntara.

Bajando las escaleras le pregunte “¿tenés hambre?” y ella me miro y sin decir nada con palabras, en su cara se notaba la falta de alimentación. La lleve a la cocina y preparé una leche que la terminó en un sorbo con unas galletitas.

En ese momento estaba feliz por haber lidiado con una pequeña parte de todo el hambre que existía en la ciudad, pero eso no es cosa de un solo día, qué pasaría mañana con la niña es algo que me preocupaba y más ahora que por fin me hablaba con confianza.

Mientras yo me había quedado colgada ella me interrumpió diciendo “me escape porque me castigaron” sorprendida pregunte “¿qué paso?”, “saque comida de la cocida sin permiso y me castigaron” me dijo; para que no se sintiera mal le dije “aquí nadie te va a castigar, y menos por comer” y seguí “puedes comer todo lo que quieras” ella después de decir gracias dijo “María, pero me dicen Mary” así era como se llamaba, tenía un lindo nombre y me sorprendió nuevamente como se desenvolvía.

Tenía 8 años y solo se acuerda que estuvo de familia en familia y de orfanato en orfanato, una  vida muy triste porque todas las personas la rechazaban y se sentía “usada” por los demás, muy inteligente y capaz, se sentía feliz de que yo la haya encontrado y mas porque estaba vestida como una niña que nunca llegaría a ser. Cursaba el 3er grado en una escuelita que “no quiero volver” dijo. No tenía más de 3 mudas de ropa que quedaron todas en el hogar. Lo único que pudo llevarse es su muñeca de trapo, que la metí a lavar junto con su ropita y alpargatas.

Al medio día almorzamos fideos con tuco, y después de lavar los platos y ensuciar la cocina con agua salimos a divertirnos juntas, particularmente quería recordar momentos que la pase con Lucía, que dicho sea de paso, la extraño muchísimo. Fuimos a la plaza; que tenía hamacas, subibaja, torres para escalar, toboganes, y muchos juegos más pintados de colores vivos y alegres; nos divertimos juntas como una madre con su hija. La pasamos muy bien allí, pero nuestros estómagos hacían ruidos raros y nos fuimos a merendar a “La Pacha mama” un lugar donde hacían los mejores desayunos y meriendas que jamás haya probado; merendamos pan queques con leche; y después fuimos al negocio de “La Oma” a comprar ropa.

Luego de pasar todo el día juntas me atormentaba la idea de que tendría que irse, y fue ahí cuando decidí que se quedara conmigo para siempre.”

Sacando deducciones propias, Paola se imagino que ese pequeño libro, que contenía desde palabras tiernas y acciones solidarias hasta momentos de calentura que no eran fáciles de leer, no pertenecía a su abuela, sino a su bisabuela ficticia.

En su cabeza pasaban ideas que se negaba a aceptar y que posiblemente era toda la verdad ocultada por su querida abuela. La simple imagen de María entre la pobreza y el dolor, y esa señora con un gran corazón que aparentemente tenía más hijos que se los habían arrebatado, quién sabe por qué razón; le transmitía una sensación de descontento y tristeza que se mezclaba con incertidumbre.

Pero la curiosidad de la niña la llevó a seguir, hojeando y más adelante leyó:

Y fue por esa razón que junte todas las cosas que pude, incluso mi baúl y mi repisa tallada que trajo mi madre de regalo cuando viajó a Francia (Paola se fijo en la repisa tallada del cuarto y prosiguió), y abandoné mi casona, triste pero segura de lo que hacía. María mucho no entendía, pero su amor hacia mí la hizo seguirme a todas partes y pareciese que ella se sentía en deuda conmigo.

Llegando a Chile me encontré con un viejo amigo de la familia y hablando saque el tema de dónde quedar y el encantado me dijo “no se habla más, te quedas en casa”. Fui con María a su casa, nos instalamos y se hizo de noche. Al otro día, me encuentro con la casa callada, solo estaba la niña junto a mí y el ruido del silencio. Chequeando que todo esté en orden recorro la casa, amplia de colores pasteles y ventanas de vitrales, encontrando a Joaquín de la Morón; hombre de sesenta y largo de años, cabello castaño con mechas blancas y de contextura física mediana; plasmado en el suelo y embebido en sangre. Esa imagen quedo grabada en mi mente, que hasta hoy me es difícil borrar.

Alguien lo había asesinado, pero ¿quién? me pregunté, llame a la policía para que vinieran inmediatamente y comenzaran a investigar. Supongo que lo que se imaginaron fue que yo lo había matado porque me observaban de forma incriminatoria y además porque no era conocida en el barrio, ni en el país. Y fue allí donde me tendría que haber marchado con la niña de esa casa, olvidando el pasado y pensando en lo que vendría.

Mary me decía “no te preocupes, todo saldrá bien, porque eres de buen corazón”, “claro” me decía a mí misma, “cómo no me consideraría de buen corazón si la saque del hambre y la angustia”.

Los policías me dijeron que no me marchara todavía, ya que “habían muchos clavos sueltos”. Me quede pensando quien lo había hecho, y mi conciencia me decía “seguro que fuimos nosotros …y me invadían recuerdos que no quiero recordar”.”

Nuevamente, cerró de manera brusca el libro y pensaba en el pasado, que era todo muy confuso. Miró el reloj, era tarde y junto con el diario íntimo de su bisabuela escondido bajo su blusa estampada se marchó a su casa.

Llegó a su hogar, una linda casa de estilo colonial con un inmenso parque que daba una imagen de  naturaleza, y su madre asustada preguntó donde estuvo en todo el tiempo transcurrido. Sin dar pretextos subió corriendo las escaleras hasta su alcoba, donde se encerró por lo que quedaba del día. Reacción de confusión, dolor e incertidumbre que no sabía hacia quien largar.

−“Señora, la niña Paola estuvo fuera de casa ocho horas seguidas, ¿cuándo le pondrá limites? Vaya uno a saber dónde estuvo.

−Lo sé Pepita, lo sé…

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