Viaje introspectivo

El tren avanza muy lentamente, adormecedor traqueteo, en el manto negro de obsidiana: enfermizo el empeño de la oscuridad por adueñarse de cuanto la rodea. Cuesta acomodar la vista sin un punto luminoso como referencia.

Parecen vislumbrarse lucecitas diseminadas; brillantes tachuelas sobre la pizarra de la noche: pueblecitos dormidos. Miro la insondable oscuridad.

La tristeza me pesa sobre los hombros como la chaqueta, demasiado grande, que he heredado de mi padre que acabo de enterrar. Apenas me protege contra el desasosiego que me oprime el alma. ¡Qué sensación extraña, este vacío…!: soy el más desvalido del universo y deseo no salir de este abatimiento. ¡Necesito a mi padre aún!

El aire penetra por la ventana, fumándose conmigo un cigarrillo; caladas desesperadas: inunda el silente pasillo, confortándome.

El tufo del carbón quemado me obliga a cerrar, enfrentarme a mi reflejo: ¡Cuánto he cambiado…!

Mis pensamientos van hacia mi infancia:

Una ventana en el pasillo, abierta a una noche, oscura como la de hoy, pero sin tristeza. Escuchando a mi madre, desde el asiento:

-Quita al niño de ahí, que va a pillar anginas- dice-. Además, se le tiznan la cara y las manos con la carbonilla y llega hecho un Ecce-homo. Qué empeño con la ventanilla, para qué compraremos asientos…

– Mujer, está de vacaciones- contesta mi padre haciéndome un guiño cómplice-; en una hora estará muerto de sueño. Mientras no molesta dentro del vagón…

– ¡Para lo que está viendo…! – rezonga mi madre. – Así estás tú con el tabaco, que no paras…

La predicción acaba cumpliéndose: agotado. La luz lúgubre de los vagones repta, paralela al tren, dejándose ver de forma puntual, en arbustos, rocas, travesaños apilados junto a los raíles, bases de postes de la luz… El reptil se levanta, un brinco inesperado, cada vez que corre paralelo a una pared vertical o un túnel, para caer violentamente superados los obstáculos. Las imágenes corrían a una velocidad de vértigo o pasaban con lentitud, indicando, entre los resoplidos de la locomotora, que se acercaban a algún apeadero.

En mitad de la Nada: una luz macilenta, lejos de cualquier población. Un espectro solitario, ofrece al viajero una sensación opresora, y el deseo de estar lejos de allí; de continuar viaje.

En ocasiones, aparecía una estación de mayor empaque. A pesar de la hora todo parecía cobrar vida: viajeros que bajaban despidiéndose de sus compañeros de viaje, gente que descendía al andén para estirar las piernas, fumarse un cigarrillo, o charlar.

Vendedores ambulantes, parecían menesterosos, abandonaban el mundo de las sombras, se acercaban para ofrecer sus mercancías a los viajeros que se asomaban a la noche. Destacaban las navajas de Albacete; el vendedor había trepado a un vagón y las ofrecía, con bastante buen resultado, mediante voces demasiado altas. Las criaturas dormían, las madres le lanzaban aviesas miradas. Los viajeros ahora parecían bandoleros, haciendo sonar los muelles.

Los vendedores de gaseosas, Tortas de Alcázar y bocadillos tampoco volvían de vacío; estos últimos solo ofrecían a los más pudientes (en los trenes había diferencia de clases). Ni pensar en los muertos de hambre de Segunda o Tercera clase, que comían sus viandas, traídas de casa.

La cantina era para los valientes; aquellos sin miedo a quedarse cuando partía el tren.

Nuevos viajeros ocupaban los asientos vacíos, encajaban sus maletas y se colocaban en las ventanas que daban al andén, para despedirse, con un mudo en la garganta, de sus familiares, novias o amigos.

La luz ambiente, que no ha aumentado su intensidad ni un ápice, las conversaciones, convertidas en susurros, impregnaban todo de melancolía.

La marcha se reiniciaba y algunos continuaban en los pasillos con las ventanas bajadas, viendo alejarse el andén del pueblo y las pequeñas figuritas, como un Belén, que lo poblaban.

Ahí se quedaban, en la lejanía, diciendo adiós con las manos.

Adiós, adiós…

Los cuerpos intentaban encontrar una postura cómoda inútilmente; imposible en los asientos rígidos y duros de los compartimientos de Segunda y Tercera Clase.

La amanecida había bastado para que el niño ocupara de nuevo su puesto de vigía, ahora sin su padre (¿premonitorio?). Hace mucho que se levantó; no tiene que hacer cola ante la puerta del lavado.

El aire, pletórico de aromas, pugnaba por imponerse al olor acre del carbón. La máquina atravesaba precipitadamente la mañana luminosa.

Ni siquiera se movió para tomar un improvisado desayuno; su billete con derecho a asiento a él le sobraba.

Los olores de las flores de azahar de los naranjos, de los nardos, del verdor de los frutales, del agua de los aljibes…

El tren aceleraba, pitando escandalosamente. Cruzaba un puente de piedra y hierro altísimo, a cuyos pies una rambla tapizada de naranjos. Un pueblo muestra, orgulloso, sus cuevas habitadas y enjalbegadas.

El olor del salitre, con el aroma dulzón del galán de noche y el jazmín, inundaba cada rincón del tren; estábamos a punto de llegar a nuestra querida y particular Ítaca.

¡Por fin!

Lavado de cara para los infantes, acompañado de un repeinado con el agua del lavabo y un pequeño retoque de las madres, ajadas de tan largo periplo.

Atrás quedaba la larga noche: doce horas en un tren. Tiempo para fraguar nuevas amistades.

Necesito esas imágenes: sino su recuerdo llegará a borrarse. Definitivamente.

Empiezo por olvidar la voz; me hablaba convenciéndome de seguir adelante, la vida me va a ayudar a olvidar.

Después su imagen me mira, con ternura… ya no me habla.

Me duele; demasiado.

Pasado un tiempo, ya no está.

Después vuelve en mi ayuda, pero ya no es lo mismo: cada día es más costoso adivinar sus facciones.

Como si hubiera cumplido una misión y ya no fuera necesario…

Un día desaparece. Para siempre

¡Si consiguiera que no se fuera nunca…!; es Ley de Vida

. De Muerte, más bien.

Llego a Atocha; me he desembarazado de mis fantasmas…

Unas nubes rojizas oscurecen el cielo; parece como si siempre hubieran estado allí.

Cuando, de pequeño, regresaba con mis padres tras las vacaciones, también nos estaban esperando.

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