Tal vez sean los muebles del salón o esa mancha de humedad que luce en la pared  y que nunca arreglo. Puede que se trate de las celosías de la ventana  aunque estén  un poco pasadas de moda, quizás los retratos de la cómoda; la foto de mi marido el día que volvió del ejército, mi hermana Julia vestida de primera comunión o la familia entera de vacaciones en el pueblo… Al final la casa de una vieja  siempre se convierte en un mausoleo de memorias tristes. No sabría explicar la razón, pero la cuestión es que este lugar siempre me ha gustado.

No puedo decir que haya nacido aquí, ni que sea una casa heredada de mis padres, pasando de mano en mano a través de una de esas dinastías heroicas e interminables de las novelas. Tampoco aseguraría que es el lugar donde he pasado los días más felices de mi vida, nunca he conocido demasiado bien a los vecinos. Después de todo cuando te haces mayor tu piel además de arrugarse parece volverse de un pálido traslúcido, casi invisible.  Es prodigioso como la gente puede pasar a través de ti sin saludarte. Los críos para no rozarte en las estrecheces del pasillo se pegan a la pared como lagartijas y los adultos se ponen  el teléfono de anteojos  al coincidir contigo en la escalera.

Mi casa no tiene mucha iluminación, tan sólo dos ventanucos en el salón que dan a un patio interior  por el que se cuelan vaharadas de croquetas fritas y calamares del bar de abajo. El barrioha cambiado mucho en los últimos años y los comercios de antes han sido sustituidos por pizzerías y supermercados. Ya ni siquiera bajo mucho a la calle, esta artritis me está matando, sobre todo en los días de lluvia. Y ya pueden escuchar ustedes el jaleo y los gritos del parque, creo que hay más manifestaciones que árboles. Probablemente a mi casa le haga falta una mano de pintura, arreglar las puertas que hacen un ruido espantoso o cambiar los interruptores. Seguramente todo eso a la vez. No me importa demasiado, yo ya no tengo fuerzas y con la pensión que me ha quedado apenas si puedo hacer la compra. Pero es mi casa y me gusta.

Como les decía puede que sean los muebles del salón y su estampado de hojas multicolores. Aunque ya no vea del todo bien, antes me distraía distinguiendo sus diferentes tipos de rojo mientras esperaba las siestas del verano. También me he encariñado con el rincón junto a la estufa donde escucho la radio, ya ven que tonta. Tal vez sean mis plantas o el esqueleto de estantería con los últimos libros, supervivientes de mil viajes al Rastro. Igual ni siquiera sea eso, quizás esté medio chocha, la casa se esté cayendo a pedazos  y como decía mi sobrino lo que hubiese tenido que hacer era haberme ido a una residencia barata cuando aún me quedaban ahorros. Seguramente lo que me guste de mi casa sean los recuerdos. 

Pero pasen, pasen un momento, mientras les enseño la geografía oculta de mi casa. Cincuenta metros cuadrados en un espacio funcional, y bien aprovechado, por favor no se fijen en los muebles desportillados ni en el parqué sin acuchillar, tampoco en el baño, el moho muchas veces  es incontenible en estos pisos antiguos. Párense un momento y escuchen, cierren los ojos, ¿No sienten nada? No, no son los gritos de ahí fuera, que pesados  ya empiezan otra vez. ¿No lo notan? Son los recuerdos, aquí los hay a millares, se pasean en manadas rascando las paredes y todas las noches pelean como murciélagos en el techo buscando un buen lugar para dormir. A veces alguno más valiente que los demás baja y se acurruca junto a mí a escuchar la radio y entretener mis insomnios.

Los hay en todas partes, se sientan en las sillas a charlar y beberse mi café. Están sobre las fotografías y las cajas de cartón de la despensa, salen de entre las revistas atrasadas y juegan con las latas de tomate vacías. Nunca tocan los avisos del banco. Los recuerdos me desordenan el armario y se ponen mis vestidos viejos,  hay un enjambre de ellos colgando de esa  lámpara, tengo mucho cuidado al encender la luz, a veces se alborotan y pican. Mis recuerdos son niños descuidados, siempre lo ponen todo perdido de ilusiones y arrepentimientos.

No todos son buenos, no todos son malos, ni siquiera son  todos míos, pero a esos termino por adoptarlos como a un gatito y acompañan, la verdad es que acompañan. Algunos son pequeños y te hablan tan bajito que hay que perseguirlos por las habitaciones, pero son traviesos, se esconden y me hacen llorar. Otros sin embargo gritan, gritan tan fuerte como esos de ahí fuera y tengo que taparme los oídos. Los hay que se parecen a mis compañeros de colegio y a los bailes de juventud, otros se disfrazan de columnas de soldados o de listas de cosas por hacer, en ocasiones son el mar, otras una película. Una vez vi uno que se parecía a mi hija, le hablé pero nunca me contestó.

He visto en la televisión que hay viejos que pierden sus recuerdos con los años, deben de haberse venido todos a vivir aquí.  Si pudiese venderlos como he vendido mis libros… No sé que van a hacer cuando yo me vaya, si seguirán por aquí enredándose entre las piernas de los nuevos propietarios, o saldrán volando como una bandada de palomas al abrir la puerta. En cualquier caso dentro de poco no será asunto mío. ¿No lo notan? Se ponen nerviosos con las sirenas de los coches, creo que es la policía otra vez.  Ya estuvieron el mes pasado, al final tuvieron que irse, la gente grita mucho ¿No los oyen de nuevo? ¡Si se puede! dicen. No creo que yo pueda hacer gran cosa, pero… ¿Qué van a hacer mis recuerdos cuando me echen de mi casa?

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