El último sábado de noviembre, justo antes de los exámenes, ninguno de los tres hermanos a los que les daba clases de apoyo apareció por la salita. No era la primera vez que me dejaban plantado, pero ahora era diferente: si a Angelito le volvía a ir mal iba a abandonar el colegio. Repasé los apuntes que me había preparado. Para el comienzo, incluso, les había traído música de Bach. Me paré y recorrí la sala, un cuarto de tres por dos con las paredes pintadas de esmalte verde en la parte inferior y de blanco arriba. En el medio había una mesa rectangular negra, inmensa e incómoda, que los primeros meses había sido como mi ring. Miré los dibujos de los chicos pegados en la pared. Me detuve delante de la casa que había pintarrajeado Diego la semana anterior y recordé la noche que los había conocido, seis meses atrás. Yo me había unido a un grupo de la parroquia que una vez por semana salía por el barrio con bolsas de sándwiches y termos de mate cocido para la gente de la calle. Ves esa casa, me dijo el cura aquella noche y señaló un portón de chapa. A lo mejor vos los podés ayudar. Golpeó las manos. Aparecieron dos perros ladrando como condenados. Unos gatos caminaban por la cornisa. De pronto sentí una mano que me tocaba a través del portón. Un nenito colgado de los caños me miraba a través del agujero de la chapa y se reía, la boca manchada como de chocolate. Apareció una mujer y nos dijo que pasáramos.

El lugar era un baldío. La familia vivía en una cabaña de paredes irregulares. Se veían los ladrillos y el cemento de las juntas, como si la obra estuviera sin terminar. Del otro lado había un depósito de chapa del que salía un ruido a agua. Se escuchó un estornudo y luego un escupitajo. Parecía ser un hombre. Yo no podía creer que ahí dentro viviera alguien. El resto del terreno eran pastizales y chatarra. Había lavadoras, neumáticos usados, heladeras sin puerta y, en el fondo, el armazón oxidado de un auto. El cura entró en la cabaña con parte del grupo. Yo entré último. Me pareció que éramos demasiados y que lo nuestro era una invasión.

La casa olía a humo, a barro y a pis. Un único tubo de luz iluminaba el ambiente. No había paredes divisorias salvo las del baño. La mujer puso a calentar una olla. La cocina era un armatoste de hierro que funcionaba a leña. Tenía dos aberturas circulares por las que salían cada tanto lenguas de fuego que teñían de negro todo lo que ponían encima. Al costado había un repasador chamuscado. La mujer nos ofreció sopa, se sentó y nos presentó a los chicos. Jesica era la más grande, tenía doce años. Cuando la mujer dijo su nombre, ella se puso colorada. Le seguían Miguel Ángel, de diez, Diego, de cinco, y un bebé de apenas dos meses. Pensé en darles un beso, pero sentí que ellos no tenían ganas de besar a nadie. Los saludé nomás con un gesto. La mujer comía y nos contaba los problemas de sus hijos con la escuela. Hablaba pausado y con un acento raro. Imaginé que era correntina. Resultaba difícil seguirla. Cada tanto se interrumpía distraída por la televisión. Los nenes se reían, parados a medio metro del aparato. Nos contó que tenía dos hijos más grandes que vivían en Glew con el padre, que el hombre del depósito era su pareja, y que ella no sabía leer. Le ofrecí darle una mano con el colegio a los chicos. Aceptó con una sonrisa en la boca, y vi los espacios vacíos entre los dientes. Que no les pase como a mí, dijo. La mujer llamó a sus hijos. Acá el señor les va a enseñar a leer y escribir, dijo, así que pórtense bien y háganle caso. A leer y escribir, había dicho la mujer. Yo había pensado en darles a lo sumo un par de clases. Los chicos me miraron. Pensé en aclarar el malentendido pero me sentí un poco miserable.

Se hizo tarde, así que les servimos un poco de mate cocido, les dejamos algunos sándwiches y salimos en fila india con los carritos casi vacíos. Los perros vinieron corriendo desde el fondo. Empezaron a ladrar y nos detuvimos. El hombre salió del depósito, se desabrochó el cinturón y lo dobló en la mano como un rebenque. Salimos a la calle y cerramos fuerte el portón. Luego se oyó un latigazo y el quejido de los perros. Me di vuelta sobresaltado. El hombre se colocó el cinto y me miró. Yo seguí caminando.

Desde mayo hasta noviembre les di apoyo escolar a Jesica, Miguel Ángel y Diego, los sábados por la mañana, en la salita que había detrás de la parroquia. Los chicos eran revoltosos y a mí me costaba llamarles la atención. Diego no había empezado el jardín. Jesica decía que la directora había insistido en que fuera a una escuela especial. Nosotros no tenemos para eso, se quejaba. Me contó que de bebé su hermanito había tenido problemas de alimentación y que eso lo había afectado. El chico debía tener dislexia. Aparecía siempre con su mochilita de superhéroes con el cierre roto trabado en el medio. Adentro no llevaba nada, sólo un par de hojas sucias y un montón de lápices sin punta. Cuando hablaba casi no se le entendía lo que decía.

A Miguel Ángel, el del medio, lo bauticé Angelito. Era inquieto y rápido, pero muy vago. Todo había que pedírselo dos veces, y no hacía nada si no era a cambio de algo. Era hincha de Boca, se sabía el equipo de memoria. Hasta los suplentes. Ese año Boca salió campeón y lo festejamos. Se subió a mis hombros y quería que saliéramos a la calle a dar la vuelta olímpica. Pesaba bastante y me llamó la atención, porque en su casa vivían a sopa y fideos.

Jesica era la única con la que se podía hablar un poco. Me contó que ella y Angelito eran hermanos del mismo padre, que ya no vivía con ellos. Diego y David, en cambio, eran hijos de su mamá con el hombre que habíamos visto la primera noche. La nena estaba en sexto y casi no tenía problemas con el estudio. Había repetido una vez, pero por acumulación de faltas, no porque no estudiara. La mamá nos había contado que algunas chicas se burlaban de ella: a veces pasaba varios días sin bañarse y el pelo se le volvía una madeja. Parece que se peleaba con sus compañeras y no había cómo conseguir que fuera al colegio. No sé si era porque estaba yo delante, pero Jesica actuaba con sus hermanos como una mamá. Les daba órdenes y los tenía cortitos. En clase los hacía callar a cada rato, me acuerdo. Diego le hacía algo de caso pero Angelito ni la escuchaba. Ella se enfurecía y tenía que intervenir yo.

Las primeras clases fueron un desastre. Cada semana estaban diferentes. A veces parecía que les hubiera cambiado la cara, otras el cuerpo entero. Sentía que se borraban todos los códigos que habíamos ido construyendo. Así se iban los primeros minutos de cada clase, reconociéndonos de nuevo. Después pretendía que me escucharan mientras les leía El Principito o les dictaba cuentas. Los chicos se la pasaban berreando y yo tratando de serenarlos. Jesica les gritaba, pedía silencio y después me miraba calladita, como queriendo ayudar de alguna manera, pero no había caso. Yo no había dado clases nunca en mi vida y se notaba. Encima no siempre venían los tres: a veces dos o simplemente uno. Me desmotivaba. Durante los primeros meses, incluso, más de una vez me dejaron plantado sin avisar. Los esperaba media hora, cuarenta minutos. Volvía a casa muerto de sueño y queriendo mandar todo a la mierda. Al final me cansé y les dije que si me dejaban plantado una vez más no nos íbamos a volver a ver. ¿No vas a venir más?, me preguntó Angelito, y me agarró de la mano. Si ustedes vienen yo vengo, le dije. ¿No vas a venir más?, me volvió a decir. Le di un beso en la cabeza y lo abracé. Desde ese día no fallaron más.

Me alegró su cambio de actitud. Un día mientras dormía, haciendo un repaso mental de todas las maestras que había tenido en la primaria, me acordé de Irene, una de cuarto grado, que cada lunes nos hacía ejercicios de relajación antes de las clases de dibujo. Tenía que hacer algo así para que se calmaran. Se me ocurrió que los tenía que hacer escuchar música y dibujar, aunque no tuviera mucho que ver con los temas que veían en el colegio. Al menos un ratito, antes de empezar con los ejercicios. Entonces la clase siguiente me aparecí con el grabador y un CD de música clásica. Les dije que cerraran los ojos y le di play al aparato. Angelito me miraba con sus ojos negros. Cerrá los ojos, le dije, y él nada. Entonces empecé a subir y a bajar los brazos, como si fuera director de orquesta. Se quedó con la boca abierta. Al rato se rió y sus hermanos abrieron los ojos. Seguí con mi mímica mientras sonaba la música de Vivaldi. Los tres me miraban, hipnotizados. Hasta Dieguito se había quedado paralizado con el dedo en la nariz. Hacía dos meses que no conseguía que estuvieran más de cinco minutos sin gritar ni pegarse. Quise que se quedaran así para siempre. Angelito le tomó el gusto a lo del director de orquesta. Las siguientes veces que puse música, apenas sonaban los violines, él se paraba y empezaba a mover los brazos. Era un payaso. Los tres se reían, y yo también. Le tiraba de las orejas y lo mandaba a sentarse antes de que se perdiera todo el hechizo del ambiente. Después les pasaba lápices de colores y ellos dibujaban. Al final elegíamos al mejor dibujo: casi siempre ganaba Diego, con el acuerdo de sus hermanos. Cuando llegábamos a los ejercicios estaban más tranquilos.

Comenzó la primavera y decidí hacer una hora de clase adentro y otra afuera, en la placita de la avenida. Se pusieron locos de contentos pero al final no sé si fue tan buena idea: apenas si avanzábamos cuando salíamos. En vez de hacer cuentas o leer querían que los hamacara. Los dos varones me gritaban para que los empujara fuerte. Miguel Ángel sobre todo, era el más chillón. Abría los brazos y se soltaba de las cadenas. Angelito, agarrate que vas a salir volando, le decía. Él subía más alto los brazos y se reía. La gente sentada en el borde del arenero me miraba. En esta época empecé a notar que Jesica casi ni hablaba. Se hamacaba sola y me observaba de reojo mientras yo empujaba a sus hermanos. Cuando me iba a su hamaca ella miraba para adelante, haciéndose la que no había estado mirando. Tenía unos rasgos muy bonitos, aunque una mirada triste. ¿Es por el pelo?, le pregunté un día. Te acompaño a la peluquería, le dije. Se puso toda colorada, y yo hubiera querido que me tragara la Tierra. No, gracias, me dijo, me lo va a cortar mi mamá. Con la mano se acariciaba la trenza que llevaba.

Esos meses fuimos aprendiendo bastante, tanto ellos como yo. Diego, de la nada, empezó a distinguir algunas letras. Las miraba y las nombraba bien, al menos. Eso sí: cuando le pedía que las escribiera le salían para cualquier lado. Me desesperaba que terminara la letra al revés y que no notara que era diferente a la del libro. Con los dibujos andaba un poco mejor, por suerte. Angelito, a fuerza de darle ejercicios, empezó a entender las cuentas. Un día, incluso, vino todo contento y me mostró el cuaderno: la maestra le había puesto un felicitado. Se me colgó del cuello y no me soltaba. Haceme caballito, gritaba. Me lo prometiste, decía el mentiroso. Jesica me pedía que le trajera libros de historias. Cada mes me pedía uno nuevo. Pensé que no los leía, que sólo miraba las figuritas, pero no: se sabía de memoria las peripecias de Gulliver y de Robinson Crusoe. Me preguntaba detalles que yo ni me acordaba. ¿No hay libros en los que aparezcan chicas?, me preguntó un día. Y la pobre tenía razón, casi no aparecían mujeres en los libros que le había pasado. Al final le conseguí algunas novelas románticas que seguro le iban a gustar más.

El tiempo pasó volando y llegó fin de año. El anteúltimo sábado de noviembre revisé el cuaderno de Angelito, lleno de notas de la maestra. Me enteré que en dos semanas le tomaban las pruebas de fin de curso. Le di unos cuantos ejercicios para la semana siguiente. Le prometí hamacarlo media hora seguida a él solo si me los traía todos hechos. Pero al otro sábado estaba yo solo en la salita. Pasaba el tiempo y no aparecía ninguno. Después de recorrer con la vista los dibujos de la pared me senté y agarré un lápiz verde. Hice cuatro hombres palito. Uno más alto que el resto, yo. Los hombres palito se daban la mano y sonreían. Lo pegué en la pared junto a los demás. Vi de nuevo la casa que había hecho Diego y pensé que podía haber pasado algo. Me imaginé el fuego arcaico de la cocina quemando un repasador, después una cortina, y después toda la casa. Había pasado una hora y decidí ir hasta allá. Crucé la avenida. La plaza estaba llena de nenes. Vi las hamacas y recordé la promesa que le había hecho a Angelito de hamacarlo solo.

Llegué agitado. No se veía humo y eso me tranquilizó, aunque esta tranquilidad no me iba a durar mucho. Golpeé el portón. Oí los perros. Nadie me atendió. Hacía un calor tremendo. Pasaron unos minutos y volví a golpear. De pronto sentí una mano y alguien que se reía a través de la reja. Era Diego. ¿Cómo estás?, lo saludé. El hombre gordo salió del depósito y le gritó a Diego que saliera de la reja. Luego me abrió. ¿Está Miguel Ángel?, le pregunté. Me miró un rato con los dientes apretados. ¿Qué querés?, me dijo. Pensé en contarle lo de las pruebas de fin de año pero desistí. El problema era conmigo. ¿Te creés que soy boludo?, continuó. La panza del hombre subía y bajaba, jadeante, debajo de la camiseta. Me contó que la estuviste tocando. Tosió y escupió a mi lado. ¿Sabés en la que te estás metiendo, no? Arqueaba las cejas canosas. Te puedo hundir, me dijo. Yo lo miraba petrificado. No aparezcas más por acá. Me cambié de mano el cuaderno. Uno de los lápices cayó en el barro. Diego se reía, y su risa me pareció grotesca. Un gatito negro salió disparado del depósito. Miré al pasar y distinguí una mirada en la oscuridad; eran los ojos de una chica. Pensé en levantar el lápiz, pero no valía la pena. Di media vuelta y caminé hacia la calle.

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