Tomó asiento en uno de los bancos. Estaba, como últimamente con mucha frecuencia, cabreada: ¿Qué coño le pasa a este país?

Vislumbró la Universidad de los setenta, reviviendo las carreras delante de los grises, por la Avenida Complutense desde Derecho hasta Moncloa. Los compañeros detenidos y señalados de por vida. Los padres les habían inculcado que solo estudiando lograrían cambiar la sociedad.

La situación cambió cuando el cabecilla de los que habían gobernado cuarenta años, falleció de muerte natural. Ahora la población trabajadora se componía, en más de un sesenta por ciento, de titulados superiores y de grado medio.

Y con este bagaje cultural, treinta y ocho años después, los hijos de los hijos, sufridores, libremente, habían puesto a «la bicha and company» con «Mortadelo y sus secuaces», a gobernarnos, avalados por más de diez millones de votos.

Era verano: Agosto y Madrid estaba vacío, sin atascos. Seis millones de parados y un descenso en las cotizaciones a la Seguridad Social de siete millones.

Ya no importaban los Bárcenas, ní la financiación ilegal; nada. Todo se postergaba hasta la vuelta del chiringuito. Sintió un leve vahído y desde el andén oyó al tren entrar en la estación.

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