Todavía borracho me levanté pensando: «mi vida va mal». «Fatal» prosiguió mi otro yo, ese ser que me deshacía, y con agudeza de bisturí, frío en su disección asesoraba la posibilidad de sacar provecho en cualquier momento. «Las cosas deben tener su contrapartida medible» me bombardeaba, salvo cuando estaba demasiado borracho como para sostener dos «yos» en la cabeza. Un yo que creía auténtico solía quejarse: «la belleza no se mide, por tanto no todo resulta medible». Pero siempre sucumbía al «yo contable», porque él recibía la paga del mes; las borracheras no se pagan con romanticismos.

Frustrado, vencido, me fui a quitarme de encima esa penumbra al café cercano. Unos abuelos discutían la domadura de caballos. La destreza de los hombres luchando contra un animal robusto, venas hinchadas por reventar, no me convence. Me parece mutilación. De al lado, una boca pintalabiada susurró: «hay algo tan bello en el caballo indómito…». Guiñándome el ojo concluyó: «…y no se mide».

Tendió la mano y me llevó afuera. Desde el ventanal vi al «yo contable» en una mesa, muy viejo; dudé que finalizaría el día. Conmovido me despedí; se quedó mirándome como quien, desde el andén, mira un tren que pasa.

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