Cuando llegamos a la estación, Miguel me ayudó a subir la maleta al tren, me deseó buen viaje y me dio un beso fugaz en la mejilla. “¡Hasta el viernes, amor!”, dijo, y esperó en el andén, impaciente, hasta que me perdió de vista. Yo estaba triste y no tuve fuerzas ni de alzar la mano para despedirme.

El tren recorrió largos y negros túneles soterrados, que atraviesan la ciudad, hasta que uno de ellos desembocó –desbordado- en el mar, como hacen los principales ríos en primavera, tras el deshielo. Al salir de la boca del lobo, una puesta de sol -como todas las puestas de sol- distrajo mis preocupaciones. Y así transcurrió el tiempo, hasta que cayó la tarde al filo del rojo horizonte, y el sol disipó mis nieblas, como disipa las nubes tras los diluvios. El traqueteo del tren acunó mis sueños –dulces- hasta mi destino.

Bajé del tren y llamé a Miguel desde el andén, pero su móvil estaba inerte, no daba señales de vida… Y con el vértigo de una trapecista sin red, desconecté el mío y me lancé a los brazos de Mario, que me esperaba allí, impaciente, para comerme a besos.

Núria Burguillos

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