Rosario tiene la particularidad de regresar mi inmanencia a esta localidad que me acuna por adopción.
Quizá sea su arquitectura, sus sonidos y sus aromas a pochoclo acaramelado con smog. Algo que me devuelve los paisajes añorados de Buenos Aires y Madrid.
Hay algo de cierto como lo hay de mágico en su gente, en las miradas encontradas, en los perros callejeros que custodian mis pasos bajo la sombra de un ejército de tilos que ponen límite al ancho de las veredas.
Me seduce descubrir en un momento de respiro, un intervalo de lo cotidiano, eso que pasamos por alto a pasos acelerados contra reloj.
Una pareja de la mano detiene su prisa para encontrarse en un extenso beso. La primavera instala sus primeras vetas de color en el paisaje desordenado de bandejas de café y de persianas de negocios que desperezan sus quejidos de cadenas y bandoneón. Rosario se torna en recuerdos caprichosos, escurridizos que me tocan el alma, hasta que algo lo pone en su lugar, un semáforo en verde me obliga a seguir camino, de prisa, constante. En este momento, desde el andén, la luz de la rutina me llama a despertar.
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