TORMENTA
Las puertas de la casa chirriaban por efectos del viento tan fuerte que soplaba del este. La mujer salió taconeando fuerte con sus sandalias rojas de alto taco aguja. Le hacían juego con el pelo rojizo. El viento se embolsaba en la pollerita floreada, mientras cruzaba la calle rumbo a su auto.
Se subió bruscamente y arrancó después del portazo, haciendo patinar las gomas sobre la piedra finita de la calle sin asfaltar. Se encaminó velozmente por una calle vecinal, de tierra, con rumbo al campo.
La tormenta se acercaba, negra y en remolinos en el cielo. La mujer siguió avanzando delante de la polvareda que levantaban las ruedas. Iba bien recostada en el asiento, con los brazos estirados y las manos aferradas al volante mientras apretaba el acelerador, la vista fija en quién sabe qué.
La tormenta se veía a una altura que superaba el capó. Ella continuaba conduciendo, ahora con el ceño fruncido, pero sin disminuir la velocidad. Comenzó a escucharse el característico tronar casi permanente, como perros peleando, de las tormentas de verano. Avanzaba a mayor velocidad que el auto rojo.
La mujer detuvo, de pronto, el vehículo. La tormenta, infectada de estrías de luz de los relámpagos, ya estaba casi encima del auto, detenido, solitario en medio del campo y cercado por alambrados. Ella se bajó, caminó un poco con la cabeza baja, y volvió a meterse dentro del coche. Reclinó el respaldo del asiento un poco hacia atrás mientras la tormenta, ruidosa y relampaguenate, ya había superado el auto rojo y los primeros goterones lo golpeaban como cascotitos. Ella encendió un cigarrillo, abrió la ventanilla y dejó caer la mano, laxa, sobre la puerta, mientras reclinaba la cabeza en el apoyacabezas y cerraba los ojos.
Un trueno profundo, retumbante, se desprendió del cielo y después el relámpago.
Al día siguiente, la policía encontró un auto quemado con un cuerpo adentro, carbonizado.
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