Inés era una anciana de edad indefinida, de esas de las que podríamos decir que siempre habían sido ancianas, que no habían tenido juventud, ni niñez. Probablemente hubiese sido así, en la España en la que vivieron no había lugar para muchos niños ni jóvenes.
Vivía en los bajos de una casa vieja, prácticamente en ruinas, en las afueras del pueblo, sin apenas el equipamiento básico para sobrevivir. Un grifo con un lavabo en la única habitación que hacía las veces de cocina, dormitorio, salón y despensa. Una cama en un rincón y dos sillas desvencijadas con una mesa camilla en el otro. Un gran armario ocupaba casi por completo una de las paredes y en la otra tan sólo un minúsculo ventanuco que apenas iluminaba la habitación.
A pesar de no tener baño ni luz eléctrica, ni la anciana ni la casa estaban sucias. Lo que sí transmitían ambas era una amarga tristeza. Una gran pesadumbre te envolvía en cuanto entrabas en la casa, recuerdo perfectamente la sensación.
Inés no tenía historia. Siempre había vivido allí. No se le conocía familia y siempre había sobrevivido con una mísera pensión de orfandad. Ella tan sólo nombraba a una sobrina que tenía en Barcelona y que decía que solía ir a visitarla y ayudarle. Los vecinos nunca la vieron. Apenas hablaba ni tenía relaciones con nadie. De vez en cuando salía a comprar a la tienda del pueblo y una vez al año, para la Fiesta Mayor, se le veía sentada en uno de los bancos de la Iglesia.
Poco a poco, las enfermedades y los años comenzaron a pesarle demasiado. Como sucede en los pueblos pequeños, los vecinos, preocupados por lo que para ellos era una evidente necesidad de cuidados para la anciana, se organizaron para echarle una mano.
Inés nunca había pedido ni querido la ayuda de nadie, pero la debilidad de su última etapa hizo que fuese aceptando ese espontáneo voluntariado que surgió para acompañarle.
Una vecina decidió cocinar un plato más en su casa y todos los días le llevaba la comida y la cena a Inés. Otra se llevaba su ropa un par de veces a la semana y se la devolvía lavada y planchada. Entre varios vecinos se turnaban para pasar todos los días por su casa, limpiaban un poco, le arreglaban los numerosos desperfectos del mobiliario y le hacían compañía.
Inés apenas les hablaba. Sólo les sonreía. Sobre todo cuando le ayudaban a peinarse y “ponerse guapa”, como ella solía decir.
Incluso los pocos niños del pueblo se acostumbraron a colaborar y no faltaba el día en que cada vez que pasaban por su casa la llamaban para ver cómo estaba. “¡Tía Inés!”, le gritaban. Y ella se asomaba por la ventana y, metiéndose la mano en los bolsillos, les daba unos caramelos que nadie sabía de donde sacaba.
Pero un día no contestó. Enferma como estaba, ese día no tuvo fuerzas para levantarse de la cama. Los vecinos llamaron al médico y éste confirmó lo que todos imaginaban. La muerte de Inés estaba próxima. Tal vez unas horas. Tal vez unos pocos días.
Ya no la dejaron sola. Entre todos asumieron por turnos los cuidados de Inés en esas últimas horas.
Inés murió como había vivido. Simplemente exhaló un suspiro y una de las vecinas que estaba junto a su cama dijo “me parece que ha muerto». Acercándole un espejo a la cara, se cercioró de que no respiraba.
Todos fueron a su entierro. Nadie sabía casi nada de Inés. Tan sólo los más ancianos podían recordar algún detalle o retazos de su historia. Pero todos estaban muy tristes.
La congoja oprimía el corazón de todos y cada uno de los habitantes de ese pueblo. Inés se había ido. Esa anciana que parecía no importar, que parecía no estar… misteriosamente había dejado un gran vacío en todos ellos.
Yo todavía cuando paso por delante de las ruinas de lo que fue su casa puedo sentir ese vacío.
Amargo y triste. Pesado y denso. Oscuro e injusto. Como el que dejan los pueblos y las gentes que no importan.
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