Nada ha cambiado porque todo ha cambiado.

Recuerdo aquel día como si fuera ayer, sin embargo, han pasado más de 15 años. El sol lucía orgulloso en un cielo sin mácula y parecía intentar calmar esos temores que me habían impedido dormir las últimas noches.

Mientras metía las últimas cosas en mi pequeña maleta, aún resonaban las palabras de mi abuela preguntándome si estaba segura de lo que iba a hacer. Se lo confirmé con un gesto, pero sin atreverme a hablar, porque temía que las palabras no fueran a salir con la fuerza necesaria y, que, al escucharlas débilmente, sin convicción, yo misma optara por abandonar ese camino. Sí, claro que estaba segura de querer marcharme. Pensaba que era la única oportunidad que tenía si quería salir de esa oscuridad, de esa pobreza y de ese miedo que traspasaba mi alma, pero también temía lo que pudiese encontrar allí…Un nuevo país, una cultura diferente, ¿sería capaz de adaptarme?, y, sobre todo, si llegaba a conseguirlo, después ¿qué?

Recuerdo mi corazón batiendo con desesperación mientras subía a aquel viejo vagón, tan incómodo y mísero, que compartiría con otros cuatro viajeros. Recuerdo a mi familia diciéndome adiós, las lágrimas en los ojos de mi madre que casi premonitoriamente se despidió diciéndome que no olvidase mi origen ni a los míos, que no la olvidase si por azares de la vida no la volviese a ver; a mi padre, silencioso con la cabeza baja, avergonzado y apesadumbrado, y a mis hermanos, demasiado pequeños para entender lo que estaba sucediendo, pero contagiados por esa sensación de pérdida que jamás me ha abandonado desde entonces.

Una vez el tren se puso en marcha, entendí que la maquinaria no pararía, como así fue. Tardé varios días en llegar a esa tierra prometida de la que tanto había oído hablar, y que sería mi residencia durante los siguientes 14 años. El cambio para alguien que únicamente había conocido un pequeño pueblo polvoriento, lleno de agricultores y ganaderos, sin demasiados ruidos, pero con muchos peligros escondidos tras cada roca, fue abrumador. De hecho, los primeros meses debí acostumbrarme a este nuevo espacio, lleno de olores y sonidos tan alejados de los conocidos, con distinta forma de vestir…por no hablar de la nueva lengua, un desafío adicional para alguien cuyo idioma era tan distinto.

Tuve suerte, porque conocí a alguna gente que me ayudó a encontrar alojamiento, me enseñó cómo comportarme, moverme y hablar, a entender y asimilar esas costumbres, porque, me dijeron “debes adaptarte al lugar donde ahora vives”.

Y sí, lo intenté, porque vi que las mías no eran aceptadas, que me miraban de forma inquisitoria cuando actuaba según mis tradiciones, y pasaba de ser alguien extraño y molesto a una curiosidad exótica, siempre analizada con recelo y cosificada. Así que me vi obligada a fragmentarme, por explicarlo de alguna manera, es decir, por un lado, estaba “mi yo primigenio” que había recibido su esencia de forma silente a través de mi ancestral abolengo, un yo que decidí esconder y silenciar para potenciar “mi yo protagonista”, intérprete de una gran mentira, tanto ante esa galería que de alguna forma continuaba observándome, como frente a mí misma, que contemplaba con malestar como el primero se marchitaba. Era consciente de la necesidad de que este segundo tomase las riendas para poder tener más oportunidades, para poder tenerlas todas. Pero al mismo tiempo se producía una disonancia que se acrecentaba en mi alma y entre ambos yoes en una reverberación infinita. Con el tiempo fui testigo inesperado de aquello que los otros pensaban de gente como yo, a pesar de todos los esfuerzos, las renuncias, las lágrimas y el trabajo, seguíamos siendo extranjeros y, por ende, sospechosos. Ese día lo decidí. Recogí todo lo que habían sido mis vivencias durante esos 14 años en la misma vieja maleta y me propuse hacer el viaje de vuelta a mí misma. La última noche tuve un mal presentimiento, me desperté sobresaltada, empapada en sudor.

Las cosas habían cambiado en los últimos años, el tren de vuelta era mucho más rápido y cómodo, y tan solo tardé un día en volver. No había avisado a nadie. Cuando llegué a la estación, nada estaba como recordaba, por lo que me costó un rato volver a conectar con mis recuerdos para llegar a la casa. En el camino encontré a un hombre que me miró de una forma enigmática, aunque no articuló ni una sola palabra, solo bajó la mirada y siguió su camino.

Estaba nerviosa, contenta y asustada a la vez, deseando ver a mis padres y a mis hermanos. Cuando entré, vi a cuatro personas ante una mesa, en silencio, y a unos niños jugando en el suelo. Esas personas se giraron sorprendidas y comentaron entre ellas: ¡qué día tan extraño para que se acerque una extranjera hasta nuestros corazones!, por supuesto reconocí el idioma y respondí, con cierta dificultad, preguntando por mi familia. Entonces, una mujer se me acercó, me miró y me llamó por mi nombre…Mi nombre, lo había olvidado, ya nadie me llamaba así, sonaba tan extraño, agradable, dulce y amargo en su boca…Sí, respondí. Me abrazó. Es nuestra hermana, explicó, pero ¿cómo has podido enterarte? No sabíamos cómo avisarte me dijo mientras escondía su rostro.

Allí, delante de mis sorprendidos hermanos volví a notar esa fragmentación, observé cómo tras la incredulidad de sus ojos, esos desconocidos juzgaban mi exterior, mi presencia y mi ser.

Quería volver para encontrar mi esencia y se acababa de marchitar la última persona que podría recordarme quién había sido alguna vez. Había hecho un camino de vuelta para entender que entre ambos mundos lo había perdido todo, que ya no me sentía bien en ninguno de ellos, que la herida que se había formado, no tenía posibilidad de cura, porque aquel que inicia un viaje nunca acaba de ganar y nunca acaba de perder. Un año ha trascurrido y mi alma no se ha vuelto a recomponer.

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