Hoy es martes; para ti el día que empieza con M de matar y acaba por S de sangre, para el resto simplemente el día que sigue al lunes.

Aun hoy, sentado en tu celda, te sigues recreando con aquella escena macabra que te sepultó cuando tan solo tenías dieciséis años.

Aquel martes lo tenías decidido y lo hiciste: mataste a la señora Forbes. Te caía mal, no podías soportarla y menos aún desde que te enteraste que se acostaba con tu padre. Lo habías descubierto unas semanas antes, cuando tu madre se había marchado unos días a cuidar de tu abuela. La señora Forbes vivía justo en la casa de enfrente a la tuya y tenía mucha amistad con tus padres; se ayudaban mutuamente, incluso a veces os dejaron a tu hermana Duna y a ti a su cuidado, porque tus padres salían de vez en cuando a cenar con los amigos. Ella vivía sola, se quedó viuda muy joven y se puso a trabajar de cajera en el supermercado del pueblo.

A ti nunca te gustó. Era fea y desaliñada, olía siempre a limpiador de baño y tenía la costumbre de gritar mucho cuando hablaba. Eso te molestaba. Pensabas cómo era posible que tu padre se hubiera fijado en ella, siendo tu madre mucho más joven y atractiva. Pero después de sucesivas visitas, en ausencia de tu madre, comprendiste por sus tremendos aullidos y los quejidos de tu padre que aquella mujer debía ser una autentica fiera en la cama.

Empezaste a tramar tu plan sin contárselo absolutamente a nadie. Siempre fuiste un chico bastante callado; ya con trece años tus padres, preocupados por tu comportamiento, te llevaron al médico de la ciudad. Lo recuerdas bien, un tal señor Levy, y nada más entrar en la consulta este hombre no te gustó nada. Empezó a hacerte preguntas sobre tus padres, sobre tus compañeros del colegio y finalmente te enseñó algunas láminas con dibujos para que tú dijeras que era lo que veías. En ninguna de ellas supiste ver nada salvo en la última, eran dos tipos que se miraban de frente y le dijiste al doctor que claramente el hombre de la derecha le estaba clavando un cuchillo en el estómago al hombre de la izquierda, incluso podías ver la sangre que salpicaba el suelo.

El señor Levy se quedo callado un momento y luego le dijo a la enfermera que pidiera entrar a tus padres. Les habló de cosas que tu no entendías muy bien, pero lo que si que escuchaste claramente es que el doctor dijo que tu eras un chico especial, lo que consideraste en aquel momento un halago aún no sabiendo muy bien porque este señor te calificaba de especial. Pero también dijo algo de que tu cerebro tenía una tara, y eso no te sonó nada bien. Tus padres le hacían preguntas muy apurados y tú empezaste a sentirte muy nervioso y con ganas de marcharte lo antes posible de allí. Te pusiste muy inquieto, dabas gritos sin sentido y patadas a la mesa y a las sillas. El señor Levy sacó en ese momento algo de su cajón y fue directo hasta ti, te clavo una aguja en el brazo, gritaste con todas tus fuerzas y trataste de abalanzarte sobre él pero te caíste al suelo y ya no te acuerdas de nada más, porque cuando despertaste ya estabas en casa con tus padres, y lo único que pensaste en ese momento es que querías matar al doctor Levy.

Después de aquel episodio, tus padres decidieron que estarías unos días sin ir a clase, y todas las mañanas tu madre te ponía con el desayuno una pequeña pastilla de color rojo. Querías mucho a tu madre por lo que te la tomabas sin rechistar, para que ella no se disgustara por tu comportamiento. Pero tu estabas seguro de que esa pastilla no serviría de mucho, y que cuando pudieras salir de casa, irías a la consulta de aquel medicucho y le clavarías un cuchillo en su gordo estómago, varias veces, hasta que dejara de moverse y luego le cortarías los brazos, y las piernas y lo echarías todo al contenedor, limpiarías después toda la sangre de la consulta, y te marcharías corriendo a casa antes de que llegaran tus padres para poder cambiarte de ropa y tirar a la basura la que te habías manchado, y así ese médico no volvería a clavarte ninguna aguja más, ni a ti ni a ningún otro chico especial, que de seguro los habría y sus padres los habrían llevado también allí.

Lo de cortar las piernas y los brazos lo viste un día en una película. Aquella de unos amigos que se van a pasar un fin de semana a una cabaña y un granjero del pueblo  los va matando uno por uno de diferentes formas. Menuda película. Tus padres no estaban esa tarde y tu hermana Duna se presentó en casa con unas cuantas chicas de su clase. Tú estabas haciendo los deberes en la cocina y escuchaste sus risas al entrar. Fueron directamente al salón y conectaron el vídeo. Duna te animó a acompañarlas, aunque a ti te daba un poco de vergüenza lo de estar con las amigas de tu hermana, porque además te gustaban mucho, sobre todo Alexia. Te ponías muy nervioso cada vez que te miraba y cuando te hablaba tu no podías casi ni contestarle porque te quedabas embobado y te imaginabas que metías tus manos por debajo de su falda tableada y le arrancabas las bragas y la tocabas el culo mientras ella gritaba, pero llegado a ese punto salías de tu trance, notabas el abultamiento de tu sexo y tenías que salir corriendo al baño mientras Alexia se reía llamándote inmaduro.

Esa primera película de la matanza te impactó. Mientras tu hermana y sus amigas se abrazaban las unas a las otras y se tapaban los ojos para no mirar, tu te regocijabas en cada escena y en cada descuartizamiento y disfrutabas viendo como la sangre brotaba por todas partes y sentías un placer inexplicable al ver el hacha que cortaba una cabeza o un cuerpo por la mitad. Si, te gustaban ese tipo de historias. Y te fuiste aficionando a ver otras películas de temas parecidos, siempre cuando tus padres no estaban en casa. Te atraía mucho la idea de experimentar que se sentía al hundir un cuchillo en el cuerpo de alguien o escuchar el crujido de los huesos al trocearlos. Veías las películas a solas y te sentías protagonista de cada escena sangrienta. Un día probaste a hacerlo con los sacos de arena que había en el cobertizo de la casa, aunque no era lo mismo porque el saco no se contraía como el cuerpo humano.

Y así, cuando decidiste preparar tu plan de matar a la señora Forbes, sabías que no fallarías. Cogerías el cuchillo más grande de la cocina y lo esconderías debajo de tu colchón. Además, en tu armario ya tenías preparada una enorme piedra que habías escondido en tu mochila días antes. El día previsto, martes, tus padres saldrían a cenar con sus amigos como todas las semanas, y avisarían a la señora Forbes para que pasara a vuestra casa y os sirviera la cena que tu madre había dejado preparada. Duna se iría a su cuarto a estudiar después de cenar y tú harías lo mismo, dejando a la señora Forbes recogiendo la cocina y lavando los platos. Después se serviría su taza de café y se iría a sentar al salón para ver alguno de esos programas estúpidos sobre los trapos sucios de los famosos. Tu esperarías cinco minutos en tu habitación, cogerías el cuchillo de debajo de tu colchón y la piedra de la mochila y saldrías sigilosamente hacia el pasillo. Te asegurarías de que Duna tendría su cabeza metida en el libro y como siempre escuchando música con sus auriculares. Atravesarías la cocina y desde la puerta observarías a la señora Forbes sentada en el sofá con su taza de café, riendo escandalosamente. Te echarías al suelo con mucho cuidado de no hacer ruido y reptarías desde la cocina hasta el salón, para situarte justo detrás del sofá. Sabías que tenías que ser muy rápido en tu maniobra puesto que la señora Forbes gritaría en cuanto recibiera el golpe. Y así lo hiciste. Tu primer golpe rápido y certero. Un grito ahogado y después una cuchillada, otra más, y otra y muchas, y toda la sangre chorreando por el sofá y por la alfombra, y en tu camiseta y en tu pelo y en tus manos. Una mezcla de asco y placer te recorría la columna vertebral y no podías parar. No te gustaba nada la señora Forbes y este era su merecido por hacerle daño a tu madre.

Cuando tus padres volvieron de su cena, entraron alarmados al ver varios coches de policía en la puerta. Te vieron tumbado en el suelo mirando al infinito con dos policías sujetándote y oíste como tu madre se puso a llorar desconsoladamente. En ese momento te  hubiera gustado quedarte a solas con ella para que te diera la pastilla roja y no se volviera a disgustar nunca más contigo. Pero hoy desde tu celda, disfrutas sabiendo que la señora Forbes nunca más se acostará con tu padre.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus