Otro día de verano en la “gris” Lima. Aunque es febrero, el sol es esquivo.

Tengo 6 años, mi abuela me ha levantado más temprano de lo usual. Hoy iremos de compras. Toda una aventura en esta época donde son interminables las filas para conseguir arroz, azúcar, sal o avena.

Estoy sentada frente a un gran ventanal, diviso las palomas y escucho el canto de una docena de canarios que cría mi abuela. La cucarda está en su máximo esplendor con hermosas flores rojas y naranjas, aterciopeladas, más grandes que mis manos. Mis cabellos están sueltos, me miro al espejo; soy la típica niña criolla peruana, exigua en carnes, pareciera que fuera a quebrarme. Mis rodillas y codos son bastante prominentes y mi osamenta se adivina fácilmente cuando alguna prenda me queda ceñida al cuerpo. Tengo unos ojos grandes, negros y almendrados que ocupan un cuarto de mi cara, con una boca delineada y nariz aguileña que denota mis orígenes incaicos.

Alicia, mi abuela, primero desenreda con sus dedos mi cabello, luego cepilla delicadamente cada hebra con un amor devocional. A veces besa mi frente o mi coronilla y me dice: “mi niña linda”. El amor me adormila a ratos, cierro los ojos; me estremezco en sueños breves. Tengo en mis manos la carta más reciente de mi madre. Habla de una ciudad en otro país de nombre: Medellín, donde los árboles crecen grandes, el cielo es siempre azul y hay muchos pájaros y flores; conocida como: “La ciudad de la eterna primavera”. Me cuenta que allí llueve con regularidad, me advierte que no debo temer de los rayos y truenos. Yo nunca he visto llover ni sé de rayos y truenos. En Lima rara vez cae la garúa, que no alcanza a ser una llovizna siquiera; no logro imaginar lo que mi madre describe. Termina diciendo que me extraña “horrores” y que nos reuniremos en breve. Han pasado ya más de 6 meses desde su partida, y aún lloro con sus misivas siempre elaboradas con marcadores multicolores: tres renglones rojos intercalados con verdes y azules; esta vez me ha pintado un bosque. He llorado sobre el papel y las letras se han ido desvaneciendo, esto me ha dolido más que nada.

Una voz me saca de mi sopor: “Pásame las cintas”, lo hago mecánicamente. Siento como mi cuero cabelludo es tensado desde la sien: “Estás lista”. Unas trenzas se extienden contralaterales en mi cráneo con unos grandes moños auxiliares; parezco un regalo recien empacado, al mirarme en el espejo.

Salgo a la calle. El asfalto es gris igual que el cielo, la fachada de los edificios, y el omnibus que nos llevará al mercado central.

En el mercado todo cambia, se llena de colores, formas, y ruidos. Todos gritan: “Caserita, comprame a mí”, “ven, prueba”. Me aferro a la mano de mi abuela, temo perderme, no lo soportaría; ella parece adivinarlo, toma mi mano y me besa la palma, me da sosiego.

Alicia me dice: “La inflación nos va a dejar sin comer nada, ya no podemos comer ni res ni cerdo”. A mi corta edad ya comprendo lo que significa “inflación”, o por lo menos sé que es algo muy malo que hace que las personas aguanten hambre.

Mi abuela compra algunas verduras sin dejar de regatear. Luego vamos donde venden los pollos. Pide uno entero y repara al escuchar el precio: “Pero si está al doble que la semana pasada”, la vendedora replica que todo ha subido. Mi abuela cuenta billetes y monedas, solo alcanza para comprar unas cuantas alas de pollo: “Veras que haremos muchas cosas ricas”.

Llegamos a casa y desempacamos las compras con cuidado. Mi misión es desgranar alverjas y choclos, quitarles los rabitos a las habichuelas y lavar las frutas. –Te voy a enseñar un truco –dice la abuela tomando un ala de pollo. Le retira un pequeño hueso, y como por arte de magia, la presa queda convertida en un pequeño muslo. –Nadie se dará cuenta que está comiendo alitas, a lo sumo pensarán que estaba muy flaco el pollo –dice guiñándome un ojo. Ambas reímos y yo salto de felicidad.

Han pasado casi dos años desde que mi madre tuvo que partir buscando un mejor porvenir a otro país. Mi abuela y yo hemos pasado tantas aventuras juntas. Se llevó un gran susto con la epidemia de tuberculosis; se me infectó el hombro y tuvo que cuidarme mucho luego de la vacuna. Me ha enseñado cómo comprar cangrejos y ostras, hemos sembrado flores y hortalizas, y hasta se las ha ingeniado para comernos un helado aunque sea una vez al mes.

En la sala de la casa, ojeamos una enciclopedia donde se aprecian algunas posiciones de ballet, dice que no hay dinero para que asista a una academia; pero me anima a ensayar las posturas, algún día lo podré hacer.

Otra carta de mi madre donde anuncia su regreso con prontitud, añora abrazarme. La verdad sí la extraño, pero no me duele tanto como antes.

Parto de Lima luego de las fiestas de año nuevo. He llorado a mares, mi abuela ha ido a despedirme a la flota de buses. No quería dejarla, pero me ha dicho que los niños deben estar con sus padres. La he visto abalanzarse a los brazos de mi abuelo, luego de esto le he perdido el rastro. Me marcho con mi madre que ha venido por mí desde Colombia.

Al cabo de tres largos días de viaje por tierra, y una noche pernoctando en Quito, atravesamos el puente Rumichaca. Hemos llegado a Colombia, el país donde mi madre dice que cumpliremos nuestros sueños, donde la vida será mejor y podré realizar lo que ella siempre anheló lograr y no pudo. Yo, se supone, sí tendré todas las posibilidades de salir adelante.

Mi madre llora de emoción. También lloro, porque a pesar de estar en el país de los sueños, no imagino mi vida sin mi mejor amiga; sin mi abuela.

FIN

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