En la tarde del 10 de mayo de 1938, Dieter Van Bulen se quedó atrapado en un rincón de un apeadero perdido a las afueras de Utrecht.

Confinado entre la jardinera de las azaleas, el banco de hormigón que desde el andén mira a las vías y un baúl que algún viajero descuidado extravió al hacer transbordo, Dieter Van Bulen se manifestaba incapaz de dar un paso en ninguna dirección.

Cada quince o veinte minutos pasaba zumbando un tren. Si alguno se detenía, estallaba el bullicio de bultos y pasajeros, pasajeros en nada distintos al bueno de Dieter quien, por haber quedado recluido en aquella esquina del andén, no pudo tomar el Expreso de las ocho. También perdió el Rápido de medianoche. Y todos los demás trenes que pararon después.

Transcurridos dos años, allí seguía Dieter, entre la jardinera, el baúl y el banco.
Amaneció oscuro el día en que la Gran Guerra plantó su bota encima de Holanda. Dieter se mantuvo en su rincón, bien quieto, rezando para que aquella demencia de los bombardeos y de los largos días sin trenes terminara pronto.

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