LA MIRADA BLANCA DE UN NIÑO

¿Esos? ¡Esos es que nacen así! Con esta sencilla frase definía un niño de ocho años, al que quiero mucho, el drama de abandono y hambruna que padecen millones de personas en todo el mundo.

Aquella contestación que me fue dada a través de la red de Internet, tras una simple pregunta que se me ocurrió formularle, me dejó por largo rato dubitativa, ante la asombrosa naturalidad con que fue respondida.

El niño me contaba, entusiasmado, que estrenaba colegio y por consiguiente nuevas tareas desconocidas para él. A mi ruego de que se portase bien y estudiase mucho para hacerse un gran hombre de provecho para la sociedad, le puse como ejemplo, para que lo entendiese, a esas personas harapientas que vemos tiradas en las calles excluidas totalmente de la colectividad. ¿Ves? Le dije, eso ha sido por no haber estudiado. El niño me miró fijamente y su respuesta me dejó sin habla. ¡Pero qué dices!  Eso no puede pasarme, porque esas personas nacieron así. 

Cuando reaccioné del shock en el que quedé sumergida, solo se me ocurrió preguntarme, ¿cómo ve un crío de cualquier condición social,  desde su limpia mirada, ese terrible fenómeno que se da en todo nuestro globo terráqueo?

Él se llama Oliver,  y es un niño cariñoso y sensible que le gusta ayudar a los demás. De ahí lo insólito de su respuesta.

Pero… ¿qué puede saber Oliver de las injusticias sociales? Él, que tiene la suerte de poder disfrutar de una hermosa familia formada por dos hermanos y unos magníficos  padres que se desviven por ellos, que viaja por el mundo, en confortables aviones, con la misma naturalidad  que anda por la vía pública, y nunca ha tenido que sufrir por aquello que necesitaba, ¿puede acaso entender “que no se nace así”?

  Aquella respuesta, unida a toda la conversación con el crío, hizo retrotraerme  a un  pasado  ya  muy  lejano  de mí  niñez  y preguntarme, ¿qué piensan los niños de la pobreza?  ¿Tienen la suficiente capacidad para entenderla? ¿Sufren con ella?

El hombre que pedía pan

Uno de mis primeros recuerdos, de aquella hambrienta España de posguerra, se remonta a un día que vi a un hombre harapiento, gritando con  desesperación  en plena calle que tenía hambre y  que le diesen de comer.

A mí, el grito desgarrado  de  aquel famélico  y  desafortunado ser demandando comida, no me produjo ningún dolor. Yo solo veía a un extraño espécimen, que gritaba su derecho a que le diesen un mendrugo de pan.

¿Cómo podía saber yo, con el estómago lleno, lo que era el hambre verdadera, si a mí tenían que reñirme para que comiese? 

   Entonces… ¿por qué aquel señor se comportaba de aquella forma tan extraña, que me asustaba, si podía ir a su casa y comer lo que quisiese?

  Aunque tardé mucho tiempo en comprender la terrible  realidad, jamás he olvidado aquella angustiosa mirada y, por alguna razón que ignoro, hay algo en mi interior que hace que me sienta culpable de aquel grito lastimero.

  Los niños romanceros

Sigo repasando el pasado y se me viene de golpe la imagen de aquellos niños  que cantaban en plena calle, mientras un mayor iba señalando con  un puntero en una pancarta, los aterradores dibujos de una terrible y sangrienta historia de amor, acaecida a algún familiar del cantor.

 ¡Yo nunca pensé en la tragedia de aquellos niños! Solo veía que estaban allí cantando y que tenían que pasarlo muy bien con el aplauso del público que los rodeaba. La falta del amor familiar, acompañada del hambre y el frío, al carecer de un hogar, eran cosas secundarias para mí, que  pensaba  que  esa  era  una  vida estupenda  y  aquellos  niños  unos afortunados con lo que tenían.

Los arrieros

Durante aquellos años de posguerra viajé muchas veces a los pueblos de la serranía gaditana, por motivos de trabajo de mi progenitor.  Como  en esa época los dichos pueblos carecían  de  hoteles, nos alojábamos en una agradable y confortable fonda.

 El terreno de aquel municipio era tremendamente accidentado, dando lugar a que si  entrábamos  al  nivel  de  la  calle, las ventanas de nuestras dependencias daban a un primer piso, por la otra fachada. Así que si queríamos  salir por  la  otra  calle,  había  que  bajar  unas  empinadas  escaleras.

 Nunca pregunté por qué hacíamos aquella salida de vuelta a casa de esa forma. Lo cierto es, que después de permanecer unos días hospedados allí, partíamos casi de madrugada bajando aquellas erguidas escaleras, que nos permitían el acceso a la plaza.

Durante el recorrido por la parte inferior, transformada en posada, cruzábamos las caballerizas, que ofrecían una imagen inusitada para mí. En pleno suelo, acurrucados entre la paja junto a sus caballos o asnos, para darse calor, estaban los arrieros durmiendo.

 ¡A mí aquellos individuos me parecían muy raros! Si con solo subir aquellas empinadas escaleras estaban las mullidas camas con colchones de lana, sábanas blancas y mantas calientes, ¿por qué aquellos hombres hacían eso?  

En mi mente infantil solo había una respuesta. ¡A aquellos hombres les gustaba dormir así junto a sus caballos! O empleando el lenguaje de Oliver, ¡habían nacido así!

El comedor benéfico

Otra  de mis visiones en  el recuerdo son  las imágenes de  aquellas escuálidas personas, mal vestidas y malolientes, agolpadas en un enorme portalón, esperando turno a la entrada de aquel inmueble, para que le diesen un poco de comida.

-Aquel edificio lo había habilitado el ayuntamiento como comedor social,  para  los  sin  techo  y  para  los  vencidos  de  la  guerra, a  los que ningún patrón quería contratar; unos por ideología  y  otros  por miedo.

Las  ventanas del refectorio, siempre limpio,  estaban eternamente abiertas para su ventilación. Pero  el hedor que salía por ellas, a comida barata, hacía que se nos revolviese el estómago y ninguna de nosotras comprendíamos, cómo aquellas personas tenían tanto interés en esperar aquella horripilante y nauseabunda comida, cuando la de casa olía mejor y  era más buena

 Lo cierto es que, ya fuese de una forma u otra, aquellos seres se veían obligados a acudir por necesidad a aquel salvador y, a la vez,  espantoso comedor, si querían seguir viviendo, y que mis compañeras de colegio, al igual que yo, que pasábamos diariamente delante de  aquella dantesca estampa, para asistir a clase, solo veíamos, que aquellas personas estaban allí, simplemente porque querían estar.   

Ninguna de nosotras se hizo jamás la terrible pregunta que hubiese dado al traste con nuestra inocencia, y creo que todas al unísono pensábamos sin más que aquellas personas ¡habían nacido así!

Terminada mi evocación, de casi tres cuartos de siglo, vuelvo a retornar al presente de Oliver, también al mío, aunque ya es casi pasado, y comienzo a confrontar, con  curiosidad, la España del ayer con la España del hoy.

Tras la remembranza

Con una simple ojeada observo, con sorpresa, el avance tecnológico y científico que han experimentado las naciones del primer mundo. Se ha llegado a la  luna; trasplantamos con éxito órganos a nuestros semejantes; clonamos animales e intentamos clonar órganos humanos. Se hacen puentes, carreteras y túneles de ciencia ficción y… todo esto,  expresándonos en varios idiomas. Viajamos por el ancho mundo y lo más portentoso es que todo el Globo Terráqueo está intercomunicado en segundos, gracias a las TIC (Tecnologías de la Información y Comunicación)

Mientras me van refiriendo la maravilla “de progreso”, que ha experimentado la humanidad en estos setenta años de mi evocación, voy dando una segunda ojeada por el entorno, y mi mente experimenta una sacudida de horror y confusión ante el  espectáculo que divisan mis ojos.

Esa España europea y globalizada que me describen, tiene sus calles  plagadas  de pobres harapientos,  de  todas  las  razas existentes,  venidos  de  muchos  sitios del  mundo,  que atraídos por  la fama  de  su  falso oropel,  abandonaron  la  tierra que  los vio nacer,  buscando mejorar sus vidas, y quedaron atrapados para siempre en este continente, victimas de nuestra propia crisis.Así  que  como  en  el  ayer  de  mi  evocación, se  ven obligados   a  gritar  desesperados su derecho  de   poder   saborear  un mendrugo  de  pan,  mientras  ven  cómo  la administración, y los  transeúntes,  pasan  a  su  lado  como si  fuesen seres incorpóreos, pues todos, al unísono, piensan que esas personas ¡han nacido así!

Leo, desolada, que Cáritas ha denunciado que sus recursos comienzan a estar al límite, pues el número de personas atendidas en su organización se ha visto incrementado en un 174% en los últimos cinco años.

Ese informe recoge que los sevicios de acogida y asistencia  de Cáritas pasaron de 370.251 en 2007  a más de un millón (1.015.276) en 2011, y subraya que, en muchos aspectos, se encuentran cubriendo bastantes huecos que las administraciones están abandonando.

Situándome en el hoy

Tras recibir la información de estas escalofriantes cifras, tengo que hacer un extraordinario esfuerzo mental para situarme y poder entender, a  pesar de mis serias dudas, que  esta estampa que diviso es el hoy, y no el ayer de mi evocación.

Sobrecogida, compruebo que la tierra continúa en la misma situación de pobreza de antaño, pues los estados  gubernamentales de todo el Mundo, a pesar de la inmensa evolución que han tenido, ninguno de ellos ha querido o sabido resolver el problema de hambruna que padece la humanidad y hay más de mil millones de personas en nuestro planeta que siguen viviendo en la pobreza más absoluta.

Así que llego a la conclusión de que si los cientos de ONG, religiosas o no, con su legión de cooperantes, abandonasen su labor social humanitaria, el mundo no necesitaría ningún tipo de cataclismo  para terminar.

 El trabajo humanitario tan amplio y  diversificado que desarrollan todas estas organizaciones, en una lucha incesante contra todo tipo de injusticias,  no habría un gobierno que pudiese financiar semejante coste, por muy poderoso que fuese.

Epílogo

No sé qué habrá sacado el lector con esta reflexión mía.  Pero tras leer la situación en la que viven tantos millones de seres,a mí sí me ha servido para hacerme estas inquietantes preguntas:

-Si cada cinco segundos muere de inanición un menor en el mundo, ¿quién o quiénes son los culpables de esa hambre?

-¿Quién o quiénes han permitido que la humanidad siga en esta situación, a pesar de todos los avances científicos y tecnológicos que se han dado a lo largo de mis setenta años de evocación?

¿No deberíamos sentirnos responsables todos los que tenemos nuestras necesidades cubiertas, por habernos justificado ante esa voz que llamamos conciencia, cuando nos ha gritado en nuestro interior las injusticias existentes, de haberla hecho creer que todas esas personas, sin excepción, malviven y mueren de hambre, sencillamente… porque nacieron así?

A modo de conclusión decir que la grandeza de la infancia, incluida su felicidad, en cualquier época de la historia que se esté viviendo, consiste precisamente en eso, en desconocer las injusticias y  creer que todo ser que nos parece “anómalo”, fuera de nuestro entorno, es, simple y llanamente, ¡porque ha nacido así! 

                                                     Ana Mª. Juárez Villarín (5/8/13)

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