El día amenazaba tormenta. Una señora corría tras su sombrero en el andén donde yo reposaba en un banco, con un billete de ida en la mano. Apoyé mi cabeza y cerré los ojos. Estaba cansada, el destino me la había vuelto jugar. Él se marchó sin avisar. No se presentaría a esa cita de ilusiones y expectativas. Su corazón se paró sin previo aviso, dejó de latir.
Allí estaba yo sola, vacía y taciturna. Ni una lágrima había resbalado por mi mejilla y, sin embargo, jamás me había sentido tan desolada. Él era mi mecenas, mi apoyo, mi amigo. Un montón de proyectos aparcados y, posiblemente, para siempre. Las moiras, esas desconsideradas hilanderas del destino, jugaron con los hilos de la vida.
Tras su marcha supe desde aquel andén que creyó en mí hasta límites insospechados. Me introdujo en aquel círculo prohibido de maestros. Yo, una neófita con muchas ganas y poca experiencia. Él me hablaba de un secreto que no le dio tiempo a revelar. La fatalidad lo destapó. Para mí siempre sería Vicent, mi redactor, pero para el mundo era Joan, un acreditado editor en busca de promesas literarias.
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